Panamá
Riograndeño
- Arnulfo Arias Olivares
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Río Grande es un pueblo pintoresco de Penonomé, bordeado por las aguas caudalosas, pero mansas, de ese río que lleva el mismo nombre.

Río Grande es un pueblo pintoresco de Penonomé, bordeado por las aguas caudalosas, pero mansas, de ese río que lleva el mismo nombre; antes de ser bautizado con ese nombre de la cristiandad conquistadora, ya existía como parte de una comunidad pujante de nuestros ancestros indígenas, cuya presencia en el área se remonta posiblemente al año 900 A.C., según estudios arqueológicos.
Hoy, menos poblado tal vez que ese entonces, se mantiene como pieza que ha esculpido nuestro pasado interiorano. Aunque no existen ya las casas construidas con paredes de barro y paja, vigas de madera y techos de teja requemada, sigue siendo un lugar en el que ha añejado la campiña lentamente, sin transfiguraciones radicales y modernas. Hay allí como un sabor de lo pasado en el presente.
Es precisamente en ese pueblo añejo, en la comunidad de La Candelaria, donde nace don Ángel Nicomedes Guerrero Quijada en 1921. Hoy cuenta ya con 102 años bien cumplidos y robustos, y gozando aún de una memoria prodigiosa que se adentra hacia los recovecos más remotos del pasado. Así, me relata cómo conoció a Arnulfo Arias Madrid, a sus 14 años, en una finca allá en Pacora.
Allí, siendo un joven peón, y mientras llevaba los caballos al río, se topó nada menos que con "El Doctor", que se mecía plácidamente en una hamaca al borde de ese río, en compañía de su esposa Ana Matilde Linares de Arias. Corría el año de 1935. Arnulfo todavía no había sido designado como Embajador plenipotenciario de Panamá ante las naciones de Europa, sino que fungía como ministro de Obras Públicas; pero ya se había curtido en los quehaceres de la vida pública, habiendo liderado un golpe de estado cuatro años antes. A la vista, supo que Angel era oriundo de su pueblo y lo llamó a su lado con familiaridad. "¡Riograndeño, venga acá!".
Comenzaron a hablar amenamente, y Arnulfo se enteró también de que se trataba nada menos que del nieto de la señora que lo había cuidado siendo un niño, allí en Río Grande. "¡El nieto de Mamá Cova!", exclamó. Abandonó la hamaca con un salto de emoción, le dio un abrazo y, en un gesto efusivo le dijo: "Pero…si estamos entre familia". Le estrechó la mano y, al hacerlo, le manifestó que sentía en él un don divino de fortaleza.
Que nada ni nadie lo podría dañar nunca durante el curso de su vida; que lo necesitaba para que lo acompañara en su misión de engrandecer la patria. Así lo hizo desde entonces, hasta hoy, el Angel Guerrero de Río Grande, a quien me honra conocer.
La vida excepcionalmente longeva de don Ángel, el haber pasado ileso los peligros de persecución política por décadas de valiente militancia partidista y la fortaleza de su hogar y su familia que lo cuida tiernamente, prolongando su salud muy por encima de las curvas estadísticas, comprueban la premonición que sobre él hiciera un día El Doctor, en tiempos tan inmemorables.
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