Mensaje
¿Qué tienes Cristo del Calvario?
- Rómulo Emiliani
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Fuiste fiel a ti mismo, nunca olvidaste quién eras, tenías conciencia clara de tu misterio y por eso nadie pudo manipularte, confundirte, sacarte del camino.
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En ti hay dignidad plena, colgado desnudo en esa cruz, ensangrentado, con dolores tremendos en manos y pies. Foto: Archivo.
¿Qué tienes Cristo del Calvario que te hace diferente a los cientos de crucificados que murieron ajusticiados fuera de las murallas de Jerusalén?
Ellos morían maldiciendo al imperio, insultando a los soldados, clamando venganza, o también suplicando los bajaran de las cruces, o llorando y gritando por el terrible sufrimiento.
Pero tú, Cristo del madero, cuyas manos y pies estaban clavados, morías pidiendo al Padre perdonara a tus asesinos.
En tus palabras, salidas desde lo hondo de tu alma, había misericordia para tus enemigos, pidiendo al Padre los perdonara, pensando en toda la humanidad apartada de Dios.
Terrible dolor, te costaba respirar y aun así orabas al padre con amor, aun cuando le preguntaste por qué te había abandonado.
Ese era el precio del pago del rescate: persecución, torturas, traiciones, dolor físico, derramar la sangre, sentir la ausencia de tu Padre, para salvarnos a nosotros.
Tenías que identificarte con los pecadores, sentir la falta de Dios Padre por culpa de nuestra maldad, cargar con los pecados de todos.
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Por eso tu mayor sufrimiento fue dejar de sentir la presencia del Padre en ti.
¡Qué dolor más tremendo!
Habiendo sido tú el que más vivió en la tierra la cercanía, total, absoluta con el Padre, al extremo de llamarlo "papá o papacito", ahora lo ves tan lejos, tal y como lo sienten los más grandes pecadores.
Y todo por nosotros.
En ti hay dignidad plena, colgado desnudo en esa cruz, ensangrentado, con dolores tremendos en manos y pies, los músculos agarrotados, el tétano paralizando el movimiento del tórax y de la mandíbula, poco a poco invadiendo todo el cuerpo.
Por eso respiras con tanta dificultad.
Te estás ahogando, deshidratando, desangrando y no hay en ti desesperación, ira, o miedo, sino serenidad, paciencia, ternura, expresión profunda del dolor, sobre todo por la ausencia de tu Padre, pero sin perder la paz profunda.
Y eso lo ve la gente, tanto el populacho que ya empieza a dejar de gritar contemplando esa agonía, como los soldados romanos, no creyentes, que quedan asombrados de tanta dignidad, dominio de sí, fortaleza, como un auténtico rey que no pierde conciencia de su ser, en ese caso divino y humano.
Y es que tú Señor tenías clara tu misión y sobre todo tu identidad.
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Conocías que eras el hijo de Dios Padre, Verbo encarnado, y actuabas en sintonía con tu ser más profundo.
Fuiste fiel a ti mismo, nunca olvidaste quién eras, tenías conciencia clara de tu misterio y por eso nadie pudo manipularte, confundirte, sacarte del camino.
Y tenías todo el amor, porque Dios es amor y en la cruz lo que hiciste fue demostrarlo.
Por eso dabas la vida por nosotros. Amén.
Monseñor.
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