La maldad de Trump podría ser contagiosa
- Timothy Egan
En un día cualquiera, el presidente de los Estados Unidos es vengativo, ignorante, narcisista y un fraude. Bueno, sus patologías son bien conocidas, dicen algunos miembros de los SEALs.
![Donald J. Trump absolvió a un Navy SEAL y separó a familias en la frontera. Foto / Al Drago for The New York Times.](https://www.panamaamerica.com.pa/sites/default/files/imagenes/2020/02/04/ref_02_intel_1-3.jpg)
Donald J. Trump absolvió a un Navy SEAL y separó a familias en la frontera. Foto / Al Drago for The New York Times.
Ocurrió con el habitual gesto de indiferencia de los cómplices del odio cuando el presidente de la democracia más poderosa del mundo amenazó con cometer crímenes de guerra bombardeando sitios culturales iraníes —el tipo de barbarismo practicado por el talibán y matones de Estados rebeldes.
Después de que se le informó que violaría las reglas de la Convención de Ginebra que EE. UU. había ayudado a crear cuando de hecho era un país grande, el presidente Donald J. Trump cedió, pero de todos modos se preguntó: ¿por qué no?
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El comandante militar tirano en jefe ya había hecho todo lo que estaba en sus manos para proteger a un miembro de los Navy SEALs que había sido acusado de cometer crímenes de guerra. ¿Y cuál es el tipo de hombre por el que el presidente trastocó el código de justicia militar?
“El tipo es absolutamente malvado”, dijo otro miembros de los SEALs a los investigadores, en referencia a Edward Gallagher, Jefe de Operaciones Especiales, quien fue hallado culpable de posar para fotografías con el cadáver de un adolescente que había resultado muerto bajo su custodia. Tras la intervención presidencial, el militar previamente avergonzado posó en Mar-a-Lago, el club de Trump.
En un día cualquiera, Trump es vengativo, ignorante, narcisista y un fraude —bueno, sus patologías son bien conocidas. Pero es hora de aplicarle la misma palabra que el valiente miembro de la Armada de EE. UU. le asignó al insubordinado en su unidad. Bajo Trump, EE. UU. es una confederación de corrupción, impulsada por mil puntos de maldad. Y esa maldad es contagiosa.
Todos crecimos escuchando una advertencia eterna acerca de la moralidad pública: que lo único que se necesita para que triunfe el mal es que la gente buena no haga nada.
El presunto desenlace es reconfortante, un relato que nos contamos. Pero en los últimos tres años, esa homilía ha demostrado ser correcta, en el país donde no se suponía que sucedería. La Presidencia Trump ha mostrado cuánta gente, a todas luces buena, no hará nada, y la manera en que la maldad, cuando tiene rienda suelta desde arriba, se filtra hacia abajo.
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¿Fue política, o maldad, cuando el candidato Trump calumnió a una familia militar cuyo hijo había muerto? ¿Fue un cambio en política pública, o maldad, cuando Trumppermitió que gente colocara a niños en jaulas y los separara de sus madres?
¿Fue simple teatro el deleitarse al corear “enciérrenla”, acerca de Hillary Clinton, quien ha sido exonerada dos veces, por investigadores federales? ¿Es normal para el presidente mentir más de 15 mil veces?
Trump nos ha desensibilizado tanto que un día sin una ronda de crueldad contundente de la Casa Blanca es digno de ser noticia. Y ahora todo llega a un punto álgido en el proceso para el juicio político. No hay duda sobre los hechos: Trump intentó obligar a una democracia atribulada a hacer su trabajo sucio político. Intentó presionar a una potencia extranjera para que interviniera en nuestra elección.
Lo que sí está muy en duda es si suficientes personas buenas harán algo.
En el proceso de su alto crimen, Trump rompió la ley, como reportó un organismo no partidista de vigilancia del Congreso el 16 de enero. La maldad más grande es haber quebrantado el noble propósito escrito en los documentos fundadores del país. Las maldades más pequeñas son los senadores republicanos que saben que el presidente violó su juramento y debería ser destituido, pero no tienen el valor de decirlo.
“No subestimen, como hizo mi partido, la naturaleza desesperada y malévola de gente desesperad y malévola”, escribe Rick Wilson, el agente republicano e ingenioso miembro del movimiento “Nunca Trump”, en su nuevo libro “Running Against the Devil” (Postulándose contra el Diablo). “No hay fondo. No hay vergüenza. No hay límites”.
En cuanto al contagio de la maldad, no es necesario buscar lejos. En Texas, este mes, el Gobernador Greg Abbott dijo que su Estado se convertiría en el primero en negarse a aceptar incluso un pequeño número de refugiados legales plenamente aprobados.
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Un puñado de ciudadanos, la Iglesia Católica y algunos miembros del Congreso se opusieron. “Aceptar refugiados con los brazos abiertos —dar sin llevar la cuenta— es quienes somos como estadounidenses”, tuiteó la Representante Pramila Jayapal, demócrata por Washington, ella misma inmigrante.
Una disculpa, pero eso no es quienes somos como estadounidenses en la era Trump. Cuando la bandera del odio ondea, la mayoría de los seguidores de Trump se han puesto de pie para rendirle honores.
Estos son los dos pasos que toda la gente buena debe dar ahora: primero, darse cuenta del nivel de depravación que se ha apoderado de la Casa Blanca y, segundo, luchar como corresponde.
“No entren a este pelea con la creencia de que el equipo Trump considera alguna acción, incluyendo la criminalidad absoluta, como algo prohibido”, escribe Wilson. Esto no significa que uno tenga que hacer trampa, mentir o coaccionar. Pero significa que sí hay que pelear, o ser incluido entre la gente que no hace nada y que permitió que la maldad prosperara.
Timothy Egan es un colaborador editorialista quien cubre medio ambiente, el oeste de EU y política.
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