Horrores nazis se transforman en exhibiciones artísticas
- Jason Farago
Durante más de 40 años, la artista Ceija Stojka guardó silencio sobre lo que había soportado. Luego todo se desbordó: escenas de una infancia eufórica y una tortura atroz, pintadas con pigmento líquido y colores fuertes.

Ceija Stojka retrató el crematorio en Auschwitz, donde todos los presos romaníes fueron asesinados semanas después de que la reubicaron. Foto / Colección de Antoine de Galbert, París.
MADRID — Al principio, los soldados del Ejército Rojo encontraron casi nada cuando llegaron ese enero al campamento en el suroeste de la Polonia ocupada. Los nazis en retirada habían dinamitado sus crematorios y desmantelado sus cámaras de gas; los prisioneros fueron llevados, marchando en el frío congelante, al oeste. Sólo después, mientras los soviéticos liberaban Auschwitz hace 75 años, descubrieron a los últimos sobrevivientes, demasiado enfermos o jóvenes para salir del infierno donde al menos 1.1 millones de personas fueron asesinadas, 90 por ciento de ellas judías.
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Inmediatamente después de la guerra, los escritores y filósofos sostuvieron que los campos de la muerte desafiaban a las representaciones; ninguna forma de arte podría hacerle justicia a sus horrores. Sin embargo, los mismos sobrevivientes se han obligado a sacarle sentido en el arte a los horrores que soportaron. Y al tiempo que Auschwitz se desvanece en la historia y que los últimos sobrevivientes desaparecen, hay voces que no pueden ser pasadas por alto ni siquiera por el máximo escéptico de las representaciones.
Una es la artista empírica austriaca Ceija Stojka (1933-2013), miembro de la minoría romaní (a veces despectivamente llamados “gitanos”), quien convirtió el calvario de los campos en un arte de inmenso poder. A los 10 años, fue deportada a Auschwitz.
Durante más de 40 años, guardó silencio sobre lo que había soportado. Luego todo se desbordó: escenas de una infancia eufórica y una tortura atroz, pintadas con pigmento líquido y colores fuertes.
Realizó más de mil de esas pinturas y dibujos entre 1990 y su muerte en el 2013, de barracas y vagones de ganado, kapos sádicos y prisioneros esqueléticos. Más de 100 están en exhibición en el Museo Reina Sofía, en Madrid, hasta el 23 de marzo.
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Stojka fue una de seis hijos de una familia de comerciantes nómadas de caballos. Después de que los nazis anexaron Austria, se establecieron en Viena.
Un prólogo para la exhibición en el Reina Sofía incluye algunas de las “pinturas ligeras” que Stojka hizo de su infancia. Se ven mujeres con pañoletas y vestidos largos mientras el Sol se pone junto a sus casas rodantes. Girasoles florecen como juegos pirotécnicos.
En 1941, su padre fue deportado a Dachau; después sería asesinado en lo que era llamado un “centro de eutanasia”. Al año siguiente, Heinrich Himmler emitió un decreto de que “todos los mestizos gitanos” fueran deportados a Auschwitz.
Stojka pintó el vagón de ganado en que fue deportada. Llegó a Auschwitz en marzo de 1943. Le tatuaron en el brazo Z-6399. La Z significaba zigeuner, “gitano”. Eso también lo pintó.
Sus pinturas de Auschwitz arden con ira y vergüenza. Los prisioneros se asoman desde sus barracas mientras los kapos blanden látigos, al tiempo que cautivos demacrados pasan caminando en una sola fila junto a una carreta llena de cadáveres. Mujeres desnudas entran a punta de pistola a las regaderas letales. El cielo se pudre en un morado sobrenatural interrumpido por el humo blanco del crematorio. Y cuerpos: sin rostro, reducidos en ciertos puntos a unas cuantas pinceladas negras.
Comparado con el Holocausto de los judíos europeos, el exterminio romaní ha sido menos estudiado y menos honrado. No se ha establecido una cifra autorizada de muertes; las estimaciones varían entre 250 mil y 500 mil personas, o hasta la mitad de la población romaní de Europa.
En 1944, Stojka y su familia fueron transferidos a Ravensbrück, semanas antes de que todos los presos romaníes restantes de Auschwitz fueran exterminados con gas en una sola noche. Fue cambiada de nuevo, a Bergen-Belsen, a principios de 1945.
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Los británicos liberaron Bergen-Belsen ese abril. Stojka y su madre cruzaron caminando Alemania y Checoslovaquia hasta Viena. Reanudó la vida itinerante al principio y luego pasó décadas como vendedora de alfombras. No fue hasta 1988, motivada por la realizadora de documentales Karin Berger, que empezó a hablar de lo que sobrevivió y a aprender por sí sola a pintar. Sus escritos y su arte la convirtieron en una figura pública en Austria, así como en una defensora de los romaníes en toda Europa.
En la avanzada edad, Stojka trataría a su tatuaje casi como una insignia; un fotomural en el Reina Sofía la muestra sonriendo para un retrato, con un cigarro entre los dedos y su número orgullosamente visible.
“¿Cómo pueden decir que no hubo Auschwitz?”, replicó alguna vez. “Si lo tengo justo en mi brazo”.
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