En las calles de Latinoamérica se desafía a los políticos
Una semana más, otro país latinoamericano que sale a las calles. Ahora es Colombia, donde ha habido manifestaciones grandes desde el 21 de noviembre.

En Colombia hay un sentimiento generalizado de inconformidad con un gobierno poco popular. Foto: EFE/ Mauricio Dueñas Castañeda.
Una semana más, otro país latinoamericano que sale a las calles. Ahora es Colombia, donde ha habido manifestaciones grandes desde el 21 de noviembre.
En otros lugares las demostraciones populares han surgido por problemas específicos, aunque las demandas de los manifestantes exigieran otras cosas: el aumento en el precio del metro en Chile, el precio de la gasolina en Haití y Ecuador, y fraude electoral en Bolivia. Sin embargo, en Colombia, simplemente hay un sentimiento generalizado de inconformidad con un gobierno poco popular. Eso ha llevado a las calles a grupos disímiles: estudiantes, sindicalistas, indígenas, activistas gays y arqueólogos que se manifiestan en contra de la minería.
Un ambiente parecido prevalece en gran parte de Latinoamérica. Entre más se alargue la situación, es más probable que se paralicen los gobiernos.
Las protestas no carecen de precedentes, ni tampoco son exclusivas de Latinoamérica. A inicios de la primera década del milenio, gobiernos electos fueron derrocados en Argentina, Ecuador y Bolivia, dos veces en este último debido a disturbios liderados por Evo Morales, quien hace poco corrió la misma suerte. En 2013, se desataron protestas enormes prácticamente de la nada en Brasil.
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Al igual que en 1968, esta es una época de descontento a nivel global, pero es especialmente intenso en Latinoamérica. Es evidente no solo en las protestas. El año pasado hubo enojo entre el pueblo por las victorias electorales de dos populistas contrastantes: Jair Bolsonaro en Brasil, de derecha, y Andrés Manuel López Obrador en México, de izquierda. La tendencia dominante de las elecciones recientes en Latinoamérica ha sido una derrota para los que ocupaban el cargo, que en Argentina se ha confirmado con el regreso del peronismo en octubre. En Uruguay, Luis Lacalle Pou de centroderecha acabó con 15 años de gobierno de centroizquierda con su elección presidencial del 24 de noviembre.
Lo fácil es diagnosticar, pero encontrar una cura será mucho más difícil, como ya lo han comprobado los gobiernos. Muchos de los problemas están muy arraigados y sus soluciones son a largo plazo. Un mayor crecimiento, impuestos más progresivos, salarios mínimos más altos y mejores prestaciones sociales mitigarían el descontento. El problema es que el crecimiento depende del aumento de la productividad, lo cual requiere de reformas poco populares. Asimismo, las élites conservadoras se rehúsan a pagar impuestos más altos. La izquierda en Chile y Colombia sigue manifestándose en las calles para obtener más concesiones. En 1968, un desorden global prolongado devino en una reacción conservadora. Ese riesgo es especialmente alto en Chile, donde continúan los saqueos y el vandalismo.
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La respuesta oficial inmediata ha sido correr en busca de protección. En Ecuador, el gobierno del presidente Lenín Moreno canceló el aumento al precio de la gasolina y está teniendo dificultades para conseguir que el Congreso acepte aumentos modestos a los impuestos. El gobierno de Chile está combatiendo a la retaguardia contra demandas de un gasto público mucho mayor. En Colombia, el presidente Iván Duque quizá se retracte de reformas laborales y de pensiones que había propuesto. En Brasil, Bolsonaro pospuso un proyecto de ley que recortaría salarios y empleos en el inflado sector público, por miedo a que detone protestas.
Rara vez ha sido fácil establecer reformas en Latinoamérica. Quizá más gobernantes imiten al presidente Martín Vizcarra de Perú. En sus 20 meses en el cargo, ha esquivado decisiones impopulares, como aprobar una mina grande. Aprovechándose de una ola de enojo en contra de los políticos, disolvió un Congreso obstruccionista. Junto con López Obrador, es solo uno de cuatro presidentes latinoamericanos con una tasa de aprobación mayor al 50%.
Los gestos que complacen a las multitudes pueden silenciar las calles. Posponen el descontento, pero no lo aliviarán.
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