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El transmilenio de Bogotá y sus problemas
- The Economist
Las dificultades de un modelo de sistema de transporte público.

Bogotá. (Pixabay)
Durante un reciente viaje a la hora pico de la mañana, Yuraima Salas, una empleada de limpieza que iba tarde al trabajo, se vio atrapada entre una multitud de viajeros que esperaban un autobús. Cuando llegó, la multitud se agitó, ella tropezó y alguien le pisó el pie. Terminó en el hospital, con graves contusiones y un esguince de tobillo.
Salas fue víctima del sistema de autobuses TransMilenio de Bogotá, que utiliza estaciones en carriles exclusivos que imitan el funcionamiento de los metros subterráneos. Ciudades más pequeñas que la capital de Colombia, como Curitiba en Brasil, fueron pioneras de estos sistemas de tránsito rápido de autobuses. Bogotá, con ocho millones de personas (cuatro veces la población de Curitiba), fue la primera en construir uno a gran escala. Enrique Peñalosa, el alcalde que lo construyó a fines de la década de 1990, se convirtió en una estrella entre los urbanistas. Ahora el TransMilenio está superpoblado y es muy impopular. La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, quien asumió el cargo el 1 de enero, hizo campaña en contra de expandir ese sistema y propuso implementar un sistema de metro elevado. Bogotá es la ciudad más grande de América Latina que no cuenta con una red ferroviaria urbana. Puede que tenga que reconsiderar esas ideas.
Al principio, el TransMilenio fue un triunfo. Bogotá construyó los primeros 40 kilómetros de carriles en un tercio del tiempo y en un sexto de lo que habría costado crear un metro subterráneo de la misma longitud. En el 2000, su primer año de operación, el TransMilenio redujo el tiempo promedio de viaje de 90 minutos a 70. Los autobuses del sistema son tan rápidos como el metro de Nueva York y transportan a 2,4 millones de pasajeros por día, más que la mayoría de los trenes europeos. Si el TransMilenio no se hubiera construido, el producto interno bruto de Bogotá sería un uno por ciento más bajo de lo que es, según un estudio de Nick Tsivanidis, economista de la Universidad de California, campus Berkeley. Los pobres se beneficiaron tanto como los ricos.
Pero el sistema está sometido a una intensa presión. Una línea que atraviesa el centro de la ciudad transporta a 45.000 personas por hora, 15.000 más de la capacidad para la que fue construida. Los pasajeros pueden llegar a esperar hasta 40 minutos para ingresar a las estaciones. Una vez dentro, esperan un poco más para abordar los autobuses llenos. El TransMilenio es el modo de transporte menos popular de Bogotá, según las encuestas.
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Los alcaldes recientes invirtieron muy poco en ese sistema. Samuel Moreno, un dirigente de izquierda, ganó la alcaldía en 2007 con el respaldo de las compañías de autobuses que resintieron la competencia del TransMilenio. Favoreció la construcción de un metro, un proyecto más popular que representaba una amenaza menos inmediata para el sector de los autobuses. Una vez en el cargo, Moreno decidió expandir el TransMilenio después de todo, mediante la construcción de una nueva línea en la calle 26, una de las arterias más importantes de la ciudad. Luego fue a la cárcel por recibir millones de dólares en sobornos de los constructores. El escándalo retrasó dos años (hasta 2012) la apertura de la nueva línea y afectó aún más la imagen del TransMilenio.
El sucesor de Moreno, Gustavo Petro, quien actualmente es el líder más importante de la izquierda colombiana, causó más daños. Para complacer a los viajeros, redujo la tarifa del TransMilenio en un 20 por ciento, lo que le costó al sistema 600 mil millones de pesos (unos 180 millones de dólares) de ingresos durante tres años. Sin dinero, el sistema dejó sin reparar los torniquetes rotos y las puertas atascadas de los autobuses. Petro no renovó la flota de autobuses. Apenas se construyeron 114 kilómetros de un plan de 380 kilómetros de carriles para autobuses en 2015. Mientras tanto, la población de Bogotá se expandió. Los conductores de la ciudad tienen el tercer tiempo de viaje más largo del mundo.
Peñalosa, quien volvió a la alcaldía en 2016, esperaba repetir sus triunfos en el transporte público. Adjudicó un contrato para comenzar la construcción de una línea de metro subterráneo de 24 kilómetros que se abrirá en 2026, y planeó tres carriles BRT más, que se conectarán a ella. El plan para expandir el TransMilenio enfureció a muchos bogotanos, quienes eligieron a López, miembro del Partido Verde, como alcaldesa en parte porque dijo que se oponía a ese plan.
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Es posible que López cambie de opinión. Podría costar 1500 millones de dólares construir una segunda línea de metro elevado. Bogotá no tiene ese dinero. Tampoco los viajeros, que tendrían que pagar una tarifa de 15.000 pesos, casi el dos por ciento de un salario mínimo mensual, para cubrir el costo de la construcción. La alcaldesa no puede contar con que el gobierno central pagará la mayor parte de ese proyecto.
Sin embargo, puede buscar propuestas más baratas para aliviar las incomodidades de los viajeros. Se dice que está reconsiderando su oposición a una de las propuestas de Peñalosa, un nuevo carril BRT en la calle 68, que une los suburbios de la clase trabajadora occidental con el centro de la ciudad. Eso podría aliviar la congestión en las líneas existentes. También ha hablado sobre la necesidad de arreglar puertas y torniquetes y mejorar las estaciones del TransMilenio. Esas mejoras harían más llevaderos los viajes de Salas. Pero hacerlos más agradables y rápidos requerirá mucha más inversión, incluida una mayor expansión.
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