Panamá
Panamá, un anfitrión bipolar con sus invitados
- Roy Espinosa
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- respinosa@epasa.com
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- @PanamaAmerica
Desde los sitios turísticos, los precios, y el trato, el turismo en Panamá necesita un poco más que inversión económica.

La ciudad de Panamá tiene muchas ofertas turísticas que ofrecer, pero la más valiosa de las experiencias la brindan los ciudadanos. Foto: Pixabay
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Podríamos hablar sobre inversión, cifras, ganancias y resultados del turismo en Panamá. Pero los números por naturaleza suelen ser fríos y el turismo, sobre todo en el trópico, necesita calor para sobrevivir.
Dicho calor no proviene de los grandes inversionistas, que al fin y al cabo siguen viendo al país con forma de S acostada (la S de dólares), sino de los panameños de a pie y los residentes que aquí han decidido hacer sus vidas. Para ilustrar mejor el tema, usaremos el caso real de Scott, un chico holandés que visitó al país por dos días antes de regresar a su hogar en Holanda.
El motivo: le salía más barato el pasaje.
La expectativa sobre Panamá: ninguna. Venía a ciegas. Solo esperaba ver un poco de la ciudad, el Canal a lo mucho y montarse al avión. Había visitado el carnaval de Brasil, degustado la carne Argentina, los paisajes chilenos y hecho todo un extenso recorrido por Suramérica. Panamá, tan pequeño y desconocido, era, para él y para muchos turistas, un punto de paso.
Su primera impresión fue el aeropuerto. "Bonito", pero no muy grande para lo que había escuchado sobre el "hub de las Américas". Seguido fue el Metro, allí las cosas cambiaron un poco. Le llamó la atención lo limpio y la fácil conectividad. "No todos los países de América tienen un sistema de transporte público, así", reflexionó Scott, que ya ha recorrido con anterioridad el continente.
Del aeropuerto fue directo a San Miguelito. Desde el Metro podía ver los rascacielos que, si bien le habían hablado sobre ellos, no esperaba que fueran tantos. Y sobre San Miguelito, no le sorprendió, en Brasil había visitado las favelas. Se hospedó en Los Andes 2. Le llamó la atención la cantidad de centros comerciales como en Estados Unidos y el atardecer que se veía en los cerros. La música en las calles y dijo sentir cierto "espíritu de alegría" en aquellas calles, como el que siempre espera encontrar en Latinoamérica.
Su tez blanca, su 1,85 de altura y sus facciones que lo delataban como turista no pasaron de alto en el barrio. Cuando la oportunidad se daba, la gente le hablaba, le preguntaban si le gustaba el país y le daban recomendaciones de qué visitar o comer.
En la noche fue a la Cinta Costera y el Casco Antiguo. De nuevo le sorprendió y gustó el ambiente. Los mapaches, como a todos, fueron seguramente su parte favorita y la mezcla entre el pasado, lo moderno y el futuro, le hicieron darse cuenta de que había subestimado el istmo. Aún le quedaba un día por visitar y, sin necesidad de mentir, aseguró: volveré a Panamá.
El día de su regreso, almorzó en una fonda en la 5 de Mayo, pidió sancocho, mariscos y refresco en botella de vidrio porque decía que para él aquello era muy vintage. Probó el café Geisha y alucinó al descubrir que era aún más costoso que el Kopi Luwak. Conversó con meseros, cajeras, vendedores ambulantes en la peatonal y con el señor que le vendió unos guineos. Todos le mostraron el mejor rostro del país.
Además, se compró un Panamá Hat imitación en la bajada de Salsipuedes: "Soy europeo, no millonario". Él buscaba la verdadera experiencia panameña, no las postales y fotos que siempre muestran.
En el metro de ida al aeropuerto, como muchos que van de viaje, puso su mochila en el suelo para no golpear a los demás y descansar los hombros. Pero, la mochila fue vista como una ofensa para una señora que, junto a su nieta, querían pasar por allí. Las palabras que usó para insultarlo no se pueden replicar.
Los gritos con los que le dijo que si se creía dueño del Metro se escucharon en los vagones aledaños. Y las risas de los demás pasajeros, que lejos de reprochar el acto, lo encontraron divertido, le hicieron bajar la mirada, actuar nervioso y sonreír de medio lado tratando de hacer alusión que no pasaba nada. Pero, en su rostro se le notaba lo contrario. La mujer, que ya había pasado luego de patear la maleta, le siguió gritando y los pasajeros continuaron con pequeña su risa burlona. Y ese fue el último recuerdo que le dejó el país.
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