Casas condenadas y 50,000 vidas al borde del desplome
Miles de personas en las ciudades de Panamá y Colón subsisten en lugares declarados trampas de muerte, y aun así no desalojan esas estructuras. A pesar de que el gobierno anterior eliminó el 80% de estos caserones, las calamidades y las condiciones infrahumanas siguen aumentando.
- 52% de las personas que viven dentro de las casas condenadas en Panamá son del género masculino, según datos de la Contraloría General de la República.
- 45% de estas familias posee algún aparato tecnológico de última generación.
Más de 54,000 personas en Panamá y Colón viven en un sitio que, además de ser su vivienda, podría convertirse en su lecho de muerte, según datos del Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial (Miviot).
Esta es la realidad de 1,350 familias que sobreviven dentro de 271 casas condenadas del centro de la ciudad y otras áreas urbanas, hecho que contrasta con los modernos rascacielos y centros comerciales que abundan en muchos lugares de la capital.
Pero más allá de esa cifra, lo que llama la atención de las autoridades es que el 60% de esos panameños que viven en trampas de muerte posee un puesto de trabajo, sea informal o bajo contrato. También es curioso que aunque la mayoría labora, casi nadie paga servicios de agua potable, luz eléctrica o de cable por TV.
Para Magín Morales, director de Arrendamiento del Ministerio de Vivienda (Miviot), estos ciudadanos optan por no irse de esos sitios porque no tienen responsabilidades económicas, ya que son estructuras condenadas.
“Se quedan allí porque luego de que los inmuebles se condenan, no tienen que pagar alquiler ni servicios públicos, ya que se da la orden de desconectarlos. Pero los residentes los restablecen de forma ilegal. Y su excusa es que desean seguir viviendo dentro de ellos porque son lugares céntricos, y mudarse a otras áreas les representaría un cambio de vida”, asevera Morales.
En tanto, José Donderis, director del Sistema Nacional de Protección Civil (Sinaproc), señala que estas personas saben que corren un gran riesgo debido a que son edificios deteriorados, la mayoría de madera, con edades de entre 30 y 50 años o más, que son vulnerables a las llamas.
“La madera es como leña fresca en sitios donde los sistemas eléctricos son inadecuados. Hay peligros de derrumbe por lo endeble de las estructuras o por la falta de losas de algunos balcones”, contó el experto.
El funcionario indicó que ellos emiten las órdenes de desalojo de los inmuebles condenados a las corregidurías para que estas procedan. Esa orden, dice, tiene que estar acompañada de un informe de los bomberos y del Ministerio de Salud (Minsa).
Pero pese a las advertencias, los inquilinos ignoran a las autoridades. Tal es el caso de Cristian Villarreal, un joven de 25 años que nació en San José de Costa Rica, pero que vive en la capital panameña desde que sus padres emigraron a este país a inicios de los 90.
Su residencia es la 8-22, un edificio de tres pisos ubicado en calle E, Santa Ana, justo detrás de la iglesia en la que se inicia la peatonal.
El ingreso a ese caserón se hace a través de una escalera que asemeja a un pabellón carcelario: nombres, números de teléfonos, mensajes de amor o de advertencia han sido estampados en las paredes. Las cajillas de metal donde deberían estar los medidores de luz no existen, la razón, dice Cristian: “Los bomberos las retiran o se las roban los piedreros”.
Al llegar al primer piso, que es donde vive nuestro entrevistado, hay harapos tendidos. También se ven camisetas de fútbol de marcas, medias, sábanas y hasta ropa interior cuelga de un solo tendedero. “Si alguna vez se pierde un jeans nuevo, es mejor no reclamar o comentar sobre sospechosos”, dice el joven tico que trabaja en un depósito del área.
Otra calamidad es la basura. Casi todos la depositan dentro de bolsas plásticas sostenidas por clavos en la parte exterior de los cuartos. Y si el líquido de aquellos desperdicios logra tocar suelo, alguno que otro perro o los gatos no repara en lamerlo.
Para Aminta Cedeño, otra residente de ese edificio, es preferible guardar la basura hasta que llegue el camión recolector, sin embargo, la pestilencia dura 15 días porque ese es el tiempo que tardan en pasar los vehículos de aseo. “La basura se queda acá porque si la bajo, la riegan los perros, los orates o se pudre”, narra la mujer cincuentona que cubre su cuerpo con una enorme toalla.
No muy lejos de Santa Ana, en El Chorrillo, existen 38 inmuebles de este tipo y las condiciones dentro de esas casas no son mejores a las del anterior relato. Prueba de ello se palpa al visitar la calle Pedro Barrio, donde está el caserón El Motel, como lo conocen sus inquilinos. Allí habitan varias familias jóvenes con dos o tres hijos. Y aunque esta casa es más pequeña que la 8-22, los problemas son de mayor tamaño.
Por ejemplo, una sola entrada sirve de acceso a las 30 familias que residen en el inmueble. Subir a los demás pisos es jugarse la vida en escaleras sin escalones. Las puertas de los cuartos han sido reemplazadas por cortinas. “Aquí no hay privacidad”, se queja Milena González, una mujer de 24 años que no terminó la primaria, pero es madre de tres críos, de 4, 3 y 1 año.
Su seno medio descubierto parece no incomodarle, como tampoco le afecta compartir el baño y el excusado con los vecinos. “Qué puedo hacer si es un servicio comunitario, nadie lo cuida, nadie lo limpia”, cuenta.
En su cuarto, del tamaño que un quiosco de frituras (tipo cuara y cuara) se juntan cama, estufa, componente, sillón, plasma y nevera; también hay trapos y juguetes revueltos sobre el piso.
En una pared curtida por el agua filtrada, un póster de Lionel Messi se cae en pedazos, pero no sus esperanzas. “Mi marido gana bien en la construcción y quiere sacarnos de aquí”.
Increíblemente, la servidumbre alrededor de esta estructura luce anegada de heces, a pesar de que a cuatro cuadras hay dos oficinas estatales.
Los cuartos de El Motel están oscuros porque un vagabundo cortó los cables para sacar el cobre, pero eso no impide que un individuo de una pieza contigua encienda un cigarrillo de marihuana con una vela.
“Eso es normal aquí, no importa si son las 3:00 p.m. o las 4:00 a.m.”, se resigna.
Como las veredas están llenas de aguas negras, los más viejos se acomodan en la calle para iniciar una partida de damas. Sobre el tablero borroso de madera, se mueven tapitas de gaseosas.
El momento lo aprovecha Milena para asomarse a la puerta a esperar a Víctor, el padre de sus dos últimos críos. El papá del primero murió en un tiroteo.
Víctor, irónicamente, sale cada mañana a construir los modernos edificios donde ellos y los de esa barraca probablemente nunca vivirán.
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