Los niños “canaleteros” de la Comarca Ngäbe-Buglé
- Adiel Bonilla
Karina y Eleazar, dos indígenas de la Comarca Ngäbe-Buglé, representan el drama que viven muchos niños para trasladarse a la escuela desafiando el mar, impulsados con la fuerza de sus pequeños cuerpos y la esperanza del respeto a su derecho a la educación.
Es imposible dejar de preocuparse por la seguridad de esos niños, sobre todo cuando uno los ve de cerca con esa inocencia temeraria con la que surcan tramos de mar abierto, desafían el clima incierto y confían sus vidas a pequeñas canoas, puntiagudas en los extremos y con algo de espacio en el centro, pero acaso lo justo para albergar a sus menudos cuerpos.
Es cierto que algunas lucen el tono crema claro que denota el vigor del tronco tallado a mano recientemente, con los contornos de sus siluetas todavía marcados, en oda a la destreza de la labranza indígena. Pero otras canoas ya se ven descamadas, llevando a cuesta el color marrón oscuro, negruzco, heredado de su diario fraguar con el agua, el salitre y el sol.
Aquella mañana de finales de septiembre, cuando en el resto de la República de Panamá es época lluviosa y mayormente nublada, en la vertiente Caribe de la comarca indígena Ngäbe-Buglé, donde me encuentro, el astro rey lanza sus primeros rayos que se diluyen en un inmenso cielo, totalmente despejado.
La comarca es silenciosa. Pero cualquiera que se haya adentrado en sus dominios (hacia la región occidental de Panamá) sabe que, además de silenciosa, es traicionera. Pareciera que sus 6,968 km² supieran que constituyen un ‘gobierno autónomo’ e hicieran alarde de esto, actitud independentista que también asume su clima. ¡Ay su clima!
Una de las primeras advertencias que te dicen al ingresar a territorio comarcal es que no hay clima fijo. Pueden pasar cuatro o cinco días de sol y verano parejo, inmediatamente seguidos por una semana de lluvias, fuertes brisas y olas de dos metros que aíslan temporalmente a las comunidades que se comunican por el mar, impidiendo el ingreso de víveres.
Pero anoche fue hermosamente despejado. Y antes de dormir en la hamaca modelo Columbia, impermeable y hasta con mosquitero, que me prestó mi experimentado guía, pude ver por la ventana de la casa de madera donde estamos hospedados, un espectáculo sobrecogedor, con constelaciones entrelazadas alumbrando el manto estelar oscuro, una escena imposible de dibujar para las típicas noches citadinas.
Tal vez por eso me asaltó algo de la melancolía de aquel poema de Pablo Neruda (Noche estrellada), que repetí en la mente y que, supuse, escribió al ver algo similar: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo «La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos». El viento de la noche gira en el cielo y canta”.
Pero mi canto mental sufrió un abrupto corte cuando, muy cerca a la ventana, en la oscuridad advertí una silueta en movimiento que despertó mi intriga. Pero mi compañero, quien llevaba varias semanas de huésped en ese hogar ngäbe, mientras avanza un proyecto financiado por la Cooperación Española, se sonrió y calmó mi susto.
—Son las vacas de la familia —me dijo, mientras se acomodaba en su hamaca.
Incluso en las áreas costeras, la comarca se caracteriza por su terreno montañoso, con pendientes pronunciadas y suelos pobres en nutrientes, generalmente con roca alta, lo que hace difícil la agricultura. Por eso, aquellas familias que pueden enfrentar los costos de mantener animales de corral, tienen ganado, cerdos y gallinas para complementar su alimentación, que en esta zona gira en torno al recurso marino.
Muy temprano en la mañana, Elicia Jurando, la amable anciana que nos ha acogido en su casa tiene lista una muestra de la gastronomía ngäbe. Habla poco español, pero la hospitalidad y los buenos modales transcienden la barrera del idioma.
Ahora me encuentro en el mar. La misión está definida: ver lo más cerca posible (sin alterar su faena natural) a los niños “canaleteros”, como les llaman por aquí: estudiantes de primer nivel escolar que se desplazan todos los días a la escuela en canoas impulsadas únicamente por la fuerza de sus cuerpos y la dirección de sus “canaletes” artesanales, la herramienta con la que retan al mar.
En otras zonas costeras del país le llaman a esos accesorios rudimentarios de navegación “palancas”, que no es lo mismo que remos. Con remos, la persona en la piragua se coloca de espalda al sitio donde pretende llegar. Acá los chicos van de frente mirando su objetivo, y desde muy pequeños deben aprender la ciencia del canaleteo.
Son las 6:20 a.m. y me he adentrado en el mar, con la facilidad de movilizarme en un bote con motor fuera de borda. Ahora flotando en silencio, espero con impaciencia ver las primeras siluetas de las niñas y niños canaleteros.
No tuve que esperar mucho. En ese momento surgen las primeras canoas entre la bruma de la niebla que se disipa con los albores de la llegada del día.
En instantes veo otra canoa, y otra más... La escena es surrealista. Caravana de botecitos de uno o dos pasajeros, aunque al ver más claramente identifico otras canoas con hasta 5 niños uniformados a bordo.
Como si fuera una de esas carreras de piragüismo, las palancas se intercalan en el mar, y el manto calmo de la marea de esa mañana es interrumpido por el aluvión de pequeñas manitas agitando los canaletes de madera.
Cada tripulación se ocupa de su propia embarcación, pero a la vez se fijan en el alfa de la caravana marina (un niño de unos 12 años), quien incluso se pone en pie para sortear las últimas brumas de la niebla, y avisar con una seña de su canalete que van en la dirección correcta hacia el tramo final.
—¿Cómo hace eso? ¿Cómo logra ponerse en pie y mantener el equilibrio en el avance? —le pregunto al motorista del bote en el que estoy.
Él sonríe y me dice que esa es una de las razones por la que me recomendó que viviéramos la experiencia de hoy desde un bote convencional, y no en una de esas pequeñas piraguas de tronco labrado, como yo había sugerido. Ahora me queda claro que no tengo la pericia necesaria, y que en cualquier caso debí cumplir primero un entrenamiento básico, pero ya no tengo tiempo, pues solo estaré acá dos días.
Cuando ya es claro y son casi las 7:00 a.m. veo avanzar la última de las canoas rezagadas. Estoy lo suficientemente distante para no interrumpir, pero al mismo tiempo para divisar a dos tripulantes a bordo: un niño y una niña, muy pequeños.
Entonces nos adelantamos con el bote de motor hasta el puerto de madera. Ya había visto que los niños canaleteros no ingresaban a la comunidad (que por cierto se llama Playa Hermosa), por ese lado, sino que se adentraban en un manglar. Entre el follaje desaparecían a la vista con sus embarcaciones, pero luego se les veía a los chicos correr en tierra firme.
Yo también corrí hacia el manglar con mi cámara, libreta de apuntes y grabadora de mano. Quería registrar la llegada de la última canoa, justo en el punto del desembarque. Ahora sí, con la intención de hablar con alguno de esos intrépidos mininavegantes.
Pero entonces me encontré con un sendero pantanoso y húmedo. No calzaba en ese momento las botas pantaneras que me habían recomendado para la expedición, porque se supone que esa mañana estaría en el mar. Llevaba unas chanclas plásticas cerradas al frente, pero con orificios redondos, marca “Ultralight” (clara imitación de las sandalias Crocs), que había comprado junto a las botas. En la frontera de la comarca, un comerciante chino me había dicho que era el combo de calzado perfecto para garantizar secado rápido en el mar, y pisadas seguras en el bosque tropical húmedo.
El tiempo se agotaba y yo quería ver el momento del arribo del último bote al manglar. Dudé si introducir o no los pies en el pantano cenagoso. No sabía con qué profundidad me encontraría, o peor, si alguna alimaña se escondía entre el barro, aunque podía ver pequeñas huellas frescas de los niños. Extrañé mis botas.
Decidí entonces bordear el camino, hacia la maleza, pero donde había tierra más seca. Después pensé que por esa ruta el peligro de encontrarme con serpientes u otros reptiles no deseados fue mayor. Pero logré llegar al extremo donde vi las canoas atadas a los manglares, justo cuando ingresaba, silenciosa, la última de ellas.
Después averigüé con una maestra que sus tripulantes eran Karina, de 6 años, y su hermano Eleazar, de 7 años de edad. Ella alumna de primer grado, y él de segundo.
—¡Cómo es posible que padres manden al mar a sus hijos tan pequeños, y solos! —pensé para mí. Pero luego también me explicaron que esto es perfectamente normal en las comunidades de la vertiente Caribe de la comarca Ngäbe-Buglé.
Ya, al verlos de cerca, noté que Karina iba sentada en la parte frontal de la canoa, y Eleazar atrás. Ambos llevaban uniforme escolar oficial (azul y blanco), pero sin zapatos. También me quedó claro que quien dirigía la pequeña embarcación era el niño.
Me llamó la atención que cuando me vieron, ninguno de los dos se asustó; tampoco mostraron signos de sentirse invadidos en su espacio. Era evidente para ellos que yo era un “sulia” (latino, en idioma ngäbe), pero de alguna forma intuyeron que no representaba una amenaza.
Karina bajó primero y el agua sobrepasó sus tobillos. De inmediato empezó a amarrar la canoa a las raíces flotantes del árbol de mangle, con una vieja cuerda de plástico en tono azul. Yo sonreía mientras la filmaba. Ella también sonreía y seguía haciendo varios nudos, en total tardó 26 segundos.
Mientras la niña aseguraba su transporte escolar, su hermanito tomó los dos canaletes y saltó a tierra, en dirección al boquete de un árbol cercano. Se notaba que ese mismo procedimiento lo habían realizado las demás canoas ya aseguradas.
Cuando Eleazar pasó frente a mí no se detuvo, pero sí giró su cabeza para verme directo a la cara mientras avanzaba, y lanzó un atisbo de sonrisa timorata.
Una vez en tierra firme ambos, me dirijo a ellos por primera vez y les pregunto si puedo hacerles una fotografía (que luego decido usarla en la ilustración principal). Asienten con la cabeza, pero sin mencionar palabra alguna, entre sonrisas tímidas y miradas entre ellos.
—¿Cuánto tiempo demoraron canaleteando para llegar hasta aquí? — pregunto.
Karina sonríe y mira a su hermano, que es quien me responde.
—Dos horas.
—¡Dos horas navegando para ir de casa a la escuela! ¿Será eso posible? —pensé alarmado.
Minutos después quise salir de dudas y se lo consulté al motorista.
—¿Pueden durar estos niños hasta 4 horas diarias en el mar para ir a la escuela?
—Sí es posible, pero dudo que tengan una concepción clara del tiempo de navegación.
—¿A qué te refieres?
—A que cuando te dijo dos horas, es solo una referencia. Tal vez lo escuchó de algún adulto.
Fue entonces cuando mi acompañante me explicó que en la idiosincrasia de la cultura Ngäbe-Buglé el tiempo no es tan importante; es apenas un factor secundario, supeditado a las actividades en sí, que son las que realmente les importan.
Es por eso que en la comarca los hombres y las mujeres no utilizan relojes de mano. Tampoco hay relojes en sus hogares. Se despiertan muy temprano impulsados por su reloj biológico, por el canto de las aves, o por el bullir de la naturaleza.
Desayunan antes de salir a la pesca, o más bien al buceo de pulmón, que es una de las prácticas ancestrales que todavía mantienen vivas.
La mayoría de los “buceadores” a pulmón están de vuelta al medio día. Ellos dicen que cuando el sol va a mitad de camino. Almuerzan iniciando la tarde con la pesca del día, y luego toman la tradicional siesta vespertina en hamaca de hilo, mientras los niños más pequeños que aún no están en edad escolar juegan en torno a la choza, o le pierden el miedo al mar, siempre bajo la supervisión de las mujeres, que intercalan la vigilancia mientras bordan sus tradicionales y vistosas batas.
Me dicen que a los 2 años de edad todos ya saben nadar. Es una cuestión de supervivencia. Saber nadar representará su seguro de vida cuando se conviertan en niños canaleteros, desde los 4 años de edad.
La vida avanza a su propio ritmo. ¿Para qué entonces un reloj? A diferencias de nosotros los “sulias”, los habitantes de los pueblos originarios no son esclavos del tiempo… y quizás esto los hace más felices.
No obstante, aquella explicación no disipó mi intriga por verificar si eran correctas las dos horas de navegación (en una sola vía) de Karina y Eleazar. Al consultar, otros lugareños me contaron que un adulto puede realizar ese trayecto con canalete, en un periodo de aproximadamente 45 minutos.
Es decir, el cálculo de Eleazar (de 7 años) es correcto. Él y su hermana de solo 6 años de edad deben navegar en mar abierto —solos — unas 4 horas diarias para ir a la escuela.
En mi corto diálogo con los hermanitos, yo lanzaba las preguntas a ambos. Pero solo Eleazar respondía. Tal vez se sentía responsable por su hermana, o seguía sus instrucciones, porque ella lo miraba, y acto seguido él balbuceaba una respuesta corta.
Algunas de mis preguntas no fueron atendidas. Tal vez porque no entienden bien el español, o porque se requería una respuesta más elaborada. Por ejemplo, pregunté por qué no dejaban los canaletes dentro de la canoa, como hacían los otros.
Es extraño. Quise preguntar algo más sobre seguridad en el mar y no lo hice, porque razoné que podría ser un tema sensible para los niños. Pero casi sin querer lancé una última interrogante que me pareció tan obvia, que pensé no incluirla en este relato. Pero sí lo voy a hacer.
—¿Estás cansado? —fue la osada interrogante
—Sí —se limitó a decir.
¡Cómo no estar cansado después de hora y media, o tal vez dos horas de estar bregando con las corrientes marinas!
Pero lo que vi a continuación plantó más dudas en mí sobre la resistencia y energía de estos niños navegantes. Sin dar ningún aviso dieron por culminada la corta interacción conmigo y se dispusieron a llegar a su centro escolar de la misma forma que los otros niños: corriendo.
Con asombro vi cómo, en mi cara, se lanzaron por el sendero pantanoso que yo había evitado minutos atrás, con la excusa de no tener botas pantaneras, imaginando arenas movedizas con alimañas y reptiles esperando para atacarte.
Vi a esos dos niños correr sin zapatos. Miré mis sandalias estilo Crocs, y tuve vergüenza de mí. Entonces me animé a hacer lo mismo, y me lancé por la ruta antes de perder de vista a los niños, entre las pequeñas palmeras que matizaban el follaje del manglar.
Creo que Karina y Eleazar pensaron que era un juego. Se detuvieron a ver que yo venía detrás disfrutando de meterme en cada fango, con la cámara activada grabando la agreste ruta. Se miraron con un asombro juguetón, y corrieron más a prisa.
Pararon en un punto donde todos los estudiantes se detienen. Allí termina el manglar y allí hay un grifo con una toma de agua no potable, que usan para limpiar el lodo del extremo de sus pantalones y de sus pies. También es allí donde aquellos que tienen zapatos se los calzan. Una gran lección: ¿Quién ha dicho que ser pobre debe ser sinónimo de desaseado o de mangajo?
La campana de inicio de clases ha sonado, y los niños de la comunidad se mezclan con los últimos canaleteros, en un trote por los escalones labrados en tierra de una pequeña colina vestida de pasto verde, sobre la cual se yergue su querida escuela, el destino de los que viven cerca y de aquellos que vienen desde lejos.
Esta vez no los sigo. Me detengo allí. Entonces caigo en cuenta que tengo lodo hasta las rodillas, y salpicaduras por todo el cuerpo. Giro la mirada y advierto al motorista que desde el muelle me ha estado observando todo el rato. Volví a sentir vergüenza.
Al acercarme me felicita y dice que se nota mi interés por vivir a fondo la experiencia. No le respondo nada, y prefiero dar por finalizado el episodio de corrida por el fango en modo desestresante.
Entones el motorista me muestra, en una esquina, plantones de diversas especies de árboles que él mismo trajo en el viaje de las provisiones de tierra firme, desde Changuinola.
Me dice que hoy serán sembrados por voluntarios de la comunidad de Playa Hermosa, y por los estudiantes, como parte del programa de la Cooperación Española, para arborizar la toma de agua cruda del dilatado proyecto de acueducto rural que no termina de construir el Ministerio de Salud.
De hecho, una vez subo la colina me encuentro bajo un árbol a mi guía, Aldo, quien ya tiene las herramientas listas para la jornada de reforestación.
Pero, por lo pronto, yo estoy más interesado en conocer la escuela, hablar con los maestros, y, tal vez, ver en sus aulas a Karina y Eleazar.
—¿Dónde está la escuela? —le pregunto a Aldo.
—¡La escuela! Ya estamos en terrenos de la escuela. Eso que ves allí es donde están los estudiantes.
Quedé pasmado cuando vi aquello, si es que se le puede llamar escuela. Cualquiera galera de pollos tiene mejor apariencia. Eran retazos viejos de madera alineados de forma vertical, con techo de zinc y piso de tierra.
Cuando me acerqué vi los huecos en la madera ruinosa que sirve solo de pared frontal. El resto de las paredes son hojas reutilizadas de zinc. También hay huecos en el techo, y las divisiones de los “salones” son de láminas de plywood, en parte, y en otras de cartón comprimido.
¿Cómo es posible que en el país de los rascacielos más altos de la región, de la pujante industria de la construcción, del éxito del reglón marítimo, logístico y de servicio, existan escuelas oficiales en estas condiciones?
¿No es acaso Playa Hermosa territorio panameño? ¿No es acaso la Comarca Ngäbe-Buglé parte de este país al que el Banco Mundial ha situado entre las economías de mayor crecimiento en América Latina para este 2019 y extensivo al año 2020?
Con 4.5% de crecimiento económico este año, Panamá solamente es superado en Latinoamérica por Dominica (9.6%) y República Dominicana (5.3%), y es la primera economía entre los países de América Central.
Y para los dos siguientes años, el Banco Mundial pronostica que Panamá seguirá creciendo, mientras las grandes economías de la región tendrán un crecimiento leve o decrecerán. Brasil crecerá 0.9%, México 0.6%, mientras que Argentina decrecerá 3.1%.
Pero todo esto suena a consuelo de tontos, cuando uno ve a niños indígenas como Karina y Eleazar llegar descalzaos a la galera que les sirve de escuela, en formato multigrado, con tres maestros para seis grados.
—En medio de estas carencias, afortunados deben sentirse los estudiantes de Playa Hermosa. Aquí al menos hay una cuarta maestra que se ocupa de prekínder y kínder. Pero en otras escuelas de la comarca hay un solo maestro para todos los grados —me explica Shirioska Contreras Miranda, la maestra de Karina, quien atiende el primer grado.
Pero aquello era solo la punta de un iceberg que conocí de manera rápida, una cruda realidad que me golpeó duro a la cara, y me dejó helado.
La maestra Shirioska me explica que inicialmente esa estructura era un proyecto de comedor infantil diligenciado hace 10 años por la comunidad y una ONG de perfil religioso, pero que no se logró concretar.
—El espacio lo terminamos dividiendo en salones, y así nació la escuela —me cuenta.
Es decir, ni siquiera el Estado aportó los materiales para la escuela de Playa Hermosa. Cuando el Ministerio de Educación fue notificado de la necesidad de un centro escolar en el área, de la existencia de una estructura ya levantada, y de la suficiente matrícula de estudiantes, se limitó a asignar a los docentes, pero al sol de hoy no existe un esfuerzo estatal real para tratar de levantar una escuela decente.
Este absurdo desinterés de las autoridades educativas puede resultar difícil de creer para cualquier ciudadano medianamente informado. Sobre todo porque es de conocimiento público que en el último quinquenio, el gobierno de turno manejó un presupuesto para Educación superior a los 8,500 millones de dólares.
—¿No había aunque sea una cantidad de dinero simbólica para iniciar la construcción de la escuela? —consulto a la docente.
—Sí había, y sí sigue habiendo en el presupuesto del Ministerio de Educación una partida extraordinaria asignada para acá.
—¿Y entonces?
—Es muy poco.
—¿Cuánto?
—La partida es de $29,000 para la construcción de un salón de clases.
—Imagino que ese monto no es atractivo para las empresas que contratan con el Estado.
—Así es, y mientras en el sistema tengamos ese fondo asignado, pero sin ejecutar, no nos aprueban más partidas —redondea la maestra.
¡Menudo embrollo! El problema le salió barato a las autoridades. Si llega alguna queja, se escudan con la excusa de que ya se asignó una partida de 29 mil dólares para construir el primer salón de clases en Playa Hermosa, pero que ninguna empresa se ha interesado. Seguramente agregarán que no es culpa del Ministerio de Educación… y así han pasado 10 años.
Un modelo tangible de capitalismo salvaje, porque hay varias empresas en el área que ya han construido acueductos y escuelas al gobierno. Pero un monto tan bajo no justifica el esfuerzo de trasladar por tierra, y luego por el mar, cemento, bloques, hierro, y todos los materiales necesarios, así como personal calificado para dirigir la obra, quienes deberían quedarse a vivir en Playa Hermosa mientras dure la construcción.
A esto hay que agregarle la logística de proveer todo, incluyendo acceso a agua, que no hay, así como sistemas alternos de generación de energía eléctrica. ¿Pero no justificaría todo ese esfuerzo pensar que estarían dando un pequeño paso para combatir esa brecha de desigualdad que hay en el país, y que crea ciudadanos de segunda o de tercera categoría?
Me viene a la mente el economista francés, Thomas Piketty, que en su nuevo libro, Capital en el siglo 21, hace un trabajo notable para centrar la atención sobre el crecimiento de la desigualdad en las últimas tres décadas.
Dice que el capitalismo se ha vuelto depredador y salvaje, haciendo retroceder al mundo al siglo 19, donde existía la tiranía de la riqueza heredada. Piketty muestra con datos precisos que esta tiranía está retornando, pero esta vez a escala mundial.
Algo de esto se puede palpar en la “escuela” que hoy visito, perteneciente al sistema oficial del país con la tercera economía de mayor crecimiento en América Latina.
Veo a Karina y pienso en la injusticia de una partida de construcción congelada, que de alguna forma se burla de su interés por ir a estudiar, de su gran esfuerzo físico, incluso arriesgando la vida en el mar.
Veo a Karina y pienso en qué oportunidades reales de cambio y de movilidad social le da el sistema actual a ella, y a sus 23 compañeritos, que atiborran el primer grado.
La cantidad que son les ha permitido permanecer solos, sin compartir el aula con otro grado escolar. Pero el próximo año, en II°, tendrán que compartir con V°, que son menos.
Y es que conforme avanzan los niveles de primaria, baja también la cantidad de estudiantes, porque se vive otro fenómeno social: la deserción escolar, motivada por diversos factores, incluyendo la falta de comida, la necesidad de que los niños se sumen a las actividades agrícolas y de pesca para el sustento de la familia, y hasta casos de embarazos precoces.
Quienes logren terminar allí el sexto grado de primaria, se enfrentarán a otro desafío si quieren continuar la educación premedia y media (desde séptimo grado a duodécimo grado): conseguir 16 dólares diarios para pagar el pasaje de ida y vuelta que cobra la lancha rápida, para ir al colegio en Chiriquí Grande. ¡Imposible para la mayoría!
Y no hay más opciones. Es un tramo demasiado distante y peligroso para los niños canaleteros. Incluso un adulto tardaría medio día en completar la distancia en un solo sentido, si lo hace canaleteando, a la manera tradicional.
Algunos pocos continúan la siguiente etapa escolar, sobre todo los hijos de los comerciantes locales que tienen lanchas propias, y que se unen con otras familias para sufragar el costoso combustible y el mantenimiento de los motores.
Pero en general, la gran mayoría de los niños solo llegan al sexto grado, y el sistema hereda a la siguiente generación el círculo de la pobreza. Una pobreza que en la Comarca Ngöbe Buglé somete al 93.4% de las personas. No muy distinto si se compara con la situación de otras comarcas indígenas al otro lado del país. La Comarca Guna Yala con 91.4% de pobreza; la Comarca Emberá Wounaan con 70.8%.
Pero los habitantes de Playa Hermosa no se detienen a pensar en estas cifras, tal vez ni las conocen. Son optimistas y recursivos por naturaleza. De lo contrario, no habrían sobrevivido hasta ahora.
Esto se nota en la madera que reutilizan para las paredes de la escuela de sus hijos. Y cuando el techo de zinc se daña, lo bajan para convertirlo en pared, y realizan colectas para comprar nuevas láminas.
En ese momento me dirijo al comedor escolar. Los padres de familia han construido un espacio con horcones de palo y techo de zinc, que según me cuentan, cada vez que la inclemencia del tiempo lo derriba, lo vuelven a construir.
Allí las “meris” (mujeres) preparan la crema. Se turnan para hacer el trabajo voluntario, para que, al menos, los niños tengan un vaso de crema caliente con una galleta nutricional. Felizmente, el Ministerio de Educación no les ha eliminado ese beneficio, que todavía les sigue llegando.
—Pero sí nos eliminaron la partida extraordinaria para preparar comida. Tampoco han llegado este año libros, botas para los estudiantes, o salvavidas para los docentes —me sigue narrando la maestra Shirioska.
En 2018, las autoridades de educación les dieron una partida de 1,000 dólares, divididos en tres desembolsos al año, fondos que utilizaron para preparar alimentos 3 veces a la semana.
—Pero este año no hay comida, solo crema —insiste Shirioska, mientras ayuda a repartir.
—¿Cuán importante es que haya comida en la escuela? —le consulto.
—Uff… muy importante.
—¿Por qué?
—Porque los niños muchas veces vienen a estudiar con hambre. Hay que decirlo así, con hambre. Entonces vienen a la escuela con las ganas de comer. Y el niño que no rinde, al menos viene incentivado para comer. Todos los días es una canción: Maestra, solo tomé café en la casa.
Al momento de la crema me reencuentro con Eleazar. Ahora se nota más desenvuelto y seguro, al estar rodeado de sus compañeros. Y también más calmado. La última vez que me vio, me dejó lleno de lodo, en el juego del trote. Lo saludo y le digo una palabra en ngäbe que tenía preparada: Betékä (correr), y él sonríe.
Estuve a punto de hacerle la pregunta que me quedó pendiente sobre su seguridad en el mar, pero volví a pensar que es un tema álgido para su momento más alegre de la mañana.
A mí también me ofrecen crema. Y aunque la acepté, la verdad es que no la tomé. Unos minutos antes, la maestra Shirioska me había mostrado el sistema de recolección de agua lluvia, que es la que utilizan para preparar la crema y para que los estudiantes beban en la escuela.
Pensé que en las pocas horas que tenía allí, mi organismo no había desarrollado los suficientes anticuerpos para procesar esa agua.
Tras su caída natural del cielo, el preciado líquido pasa por el techo de los dormitorios de los docentes y desemboca en un tubo que va a dar a un taque de reserva de agua, que les donó la ONG internacional “Operation Safe Drinking Water”.
El hecho de que para ese día está programada la actividad especial de reforestación, y una junta consultiva sobre el retraso del acueducto, me permite tener acceso en el sitio a una muestra variopinta de gente de la comunidad. Algunos vienen a reforestar, otros a plantar su queja por la falta de agua potable, otros por curiosidad. Hay pocas actividades que rompen la monotonía diaria, y todos quieren ver qué es lo que pasa hoy en la escuela.
Así pude hablar con Juancito Cisneros, el pastor y líder espiritual. “Juancito” no es un diminutivo; es su verdadero nombre. —Vaya nombre tan desajustado a la realidad —pensé. Yo nunca había visto a un indígena de esa contextura, con brazos propios de atletas de la halterofilia y piernas de luchador. Pero su tono al hablar denota paz interior, igual que su madre. Allí me entero de que Juancito en uno de los 13 hijos de doña Elicia.
Parados frente a la escuela, desde la colina donde se divisa todo el pueblo, y donde se comprende por qué se llama Playa Hermosa, Juancito me habla de la importancia que tiene para el pueblo ngäbe vivir en armonía con la naturaleza, extrayendo de ella solo lo necesario para la subsistencia.
También me cuenta lo orgulloso que todos se sienten de “nuestra escuela”. Lamenta que por más de 11 años no hayan recibido apoyo de las autoridades para la construcción, pero me asegura que nunca dejarán caer la estructura.
Entonces me contó algo escalofriante. En el pasado no había escuela en Playa Hermosa, y los niños tenían que canaletear hacia otras comunidades en busca de educación. Y en cierta ocasión, el mal tiempo sorprendió en el mar a un grupo de ellos, y lamentablemente fallecieron dos estudiantes.
Esto motivó el trabajo mancomunado de los lugareños para que sus hijos tuvieran su propia escuela, y asistieran cada día a ella caminando, en lugar de arriesgar sus vidas entre las traicioneras olas.
La llamada para emprender la caminata a la reforestación de la toma de agua del futuro acueducto interrumpió mi conversación con Juancito. Y entre la delegación de estudiantes que se acercaron para la foto oficial del grupo, que yo tomé con el celular, estaba Eleazar.
En el ajetreo de la repartición de plantones y de herramientas para la siembra me acerqué al niño canaletero. Con palabras sencillas lo animé a seguir estudiando, a que confiara en la llegada de nuevas oportunidades para un futuro mejor, que cuidara a su hermana Karina, y —claro— que tuviera mucho cuidado en el mar.
Cuando noté su receptividad a escuchar, no pude contenerme en hacerle la pregunta que había quedado pendiente.
—Dime, Eleazar: ¿Qué pasa si un día en el mar se les voltea la canoa?
—Nadamos, la arreglamos, y seguimos canaleteando.
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