Compromiso
Universidad y sociedad: el saber
- Silvio Guerra Morales
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Quien asiste a la universidad va en búsqueda de la luz, esto es, del conocimiento. Y ese conocimiento requiere de la concurrencia de dos cuestiones fundamentales: la existencia de un maestro y la presencia de un discípulo o alumno.
Solo el buen maestro enseña, guía, orienta, instruye, corrige, educa, prepara para la vida. Al final de cuentas, las universidades, tienen la sagrada misión de preparar para la vida también a los estudiantes. Foto: EFE.
Las universidades tienen un compromiso serio con la sociedad.
Ese compromiso consiste en entregarle a la comunidad profesionales bien preparados, cualesquiera sea la materia, título o la especialidad que hayan es cogido los estudiantes cuando ingresan por sus puertas.
Palabras que traducen lo de "profesionales bien preparados", tenemos las siguientes: competentes, competitivos, capaces, aptos, entendidos, idóneos, etc.
El lema de la nuestra primera casa de estudios: "Hacia la Luz", no puede indicar otra cosa que "caminar hacia el conocimiento, adquirir conocimiento, hacerse del patrimonio del conocimiento", pues, caminar hacia la luz, indica que se transita de la ignorancia, del desconocimiento, hacia la radiante iluminación que solo puede brindar el sol de la sabiduría, una inteligencia esculpida a base del estudio.
Quien asiste a la universidad va en búsqueda de la luz, esto es, del conocimiento. Y ese conocimiento requiere de la concurrencia de dos cuestiones fundamentales: por una parte, la existencia de un maestro y por la otra, la presencia de un discípulo o alumno.
Si el alumno o discípulo va en búsqueda del conocimiento, ese santuario de conocimiento se lo tiene que brindar un maestro que sabe, que conoce, que ha estudiado los albores de la ciencia, arte, técnica o industria.
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El maestro está en la obligación moral, académica, de hacerle entrega, a diario, al estudiante, del conocimiento.
El alumno aprende a admirar y a respetar al maestro cuando advierte que este es una fuente fecunda de agua fresca y de la cual fluye, de modo constante, el conocimiento.
Si el estudiante tiene sed por saber y conocer, solo el buen maestro puede dispensarle esa satisfacción: enseña, guía, orienta, instruye, corrige, educa, prepara para la vida.
Al final de cuentas, las universidades, sin duda, tienen la sagrada misión de preparar para la vida también a los estudiantes.
Y preparar para la vida a las núbiles almas que asisten a sus atrios, traduce la idea de hacerlos capaces, entendidos, sobrios, competentes y competitivos en el diario bregar que exigirá de los egresados de las universidades conocimiento, destrezas, habilidades, pericia.
Con cierto dejo de tristeza, rememoramos a la universidad de un pasado reciente: sobresalía en ella la entrega apasionada de los maestros a la enseñanza y la entrega sin condiciones de los estudiantes al estudio. El maestro llegaba, casi solemnemente, al aula de clases; los estudiantes guardaban cierto silencio, no por temor, sino por admiración y respeto; saludaba a los presentes e inmediatamente –lejos de chistes o de intervenciones improvisadas- se entregaba a la instrucción con destreza y pericia singular.
Se le prestaba toda la atención, se bebía el conocimiento sin desaprovechar una sola gota de él. Había sumo cuidado o delicadeza en no formular al maestro preguntas inoportunas o no relacionadas con su cátedra, cada interrogante del estudiante era contestada con el dominio que da el estudio y la preparación del maestro.
En nuestra carrera (Derecho), por ejemplo, la lectura era obligada.
No leer era sinónimo de mediocridad, de baja autoestima.
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De pronto, solía ocurrir, un estudiante muy leído pretendía sorprendernos con la lectura reciente de algún libro y no queríamos quedarnos atrás y por ello consumíamos libros, leíamos libros, sin importar el número de páginas o si tuviesen estos figuritas o no.
El alarde del estudiante leído no era otro que hablar respecto a aquello que se había leído y aprendido.
Se entendía que conocer era sinónimo de poder, como bien lo ha dicho Michel Foucault.
El conocimiento es un poder.
Quien sabe tiene, no hay duda, una enorme cuota de poder.
Se trata de un poder capaz de dinamitar los volcanes de la ignorancia; de hacer sucumbir los Everest de la soberbia y hacer que se allanen las montañas de la pedantería y de la vanidad humana.
Es un poder que convierte al zonzo en genio; al idiota en admirado y al humilde lo eleva a las dimensiones de la grandeza propia de los gigantes que han marcado, con sus ideas y conceptos, los hitos en la historia de la humanidad.
Las universidades, empezando por nuestra alma mater, deben replantearse la siguiente línea de discusión: ¿Están ellas, como casas de saber, dando fe y muestra indubitable que los profesionales que egresan de sus aulas son profesionales capaces, hábiles, competentes, competitivos, idóneos y entendidos?-
Solo este tipo de profesionales podrá, sin ambages, lo digo, preservar a la patria y hacer que esta, cada día que transcurre, sea más grande.
Que el saber, por otra parte, nunca pierda su mejor virtud, ¡cual es la de servir!
Abogado.
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