Sumisión
- Alonso Correa
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La primera invasión maorí llegó en 1862 y de ahí sucesivos ataques a las aldeas moriori demolieron las bases de una cultura particular y distinta.
De los moriori solo quedaron 101. Escondidos en el extenso Pacífico, nuestro océano inabarcable e inexorable, vivieron refugiados durante generaciones, un grupo humano que evolucionó su idiosincrasia y su cultura para adaptarse a su nuevo hogar.
Atrapados en una llana y árida isla, los moriori prosperaron entre la sal del mar, el calor del sol y los cocos. Hicieron de un montón de arena que asomaba sobre el cristal de un enorme océano un hogar que mantuviera vivos a toda la tribu. Los moriori llegaron a las islas Chatham alrededor del siglo XV y como cualquier agrupación humana, se batieron en combate con el resto de moriori que habían desembarcado en esa tierra. Los sangrientos combates que devastaron a la recién llegada población obligaron a buscar en la filosofía respuestas que dirigieran a los moriori hacia otro sitio que no fuera la extinción, de esa necesidad nacieron las ideas del jefe Nunuku-Whenua.
Un pacifista que consiguió que sus ideas calaran en lo más profundo de la forma de pensar de los moriori, eliminando en gran parte la necesidad de la violencia para la subsistencia o el crecimiento social y convirtiendo a los moriori en ignorantes de la más abyecta imagen de la humanidad. En el siglo XVIII, los moriori se habían transformado en una sociedad pacífica que crecía sobre las aguas del Pacífico, lejana a las ideas belicistas de sus parientes, los maoríes.
La primera invasión maorí llegó en 1862 y de ahí sucesivos ataques a las aldeas moriori demolieron las bases de una cultura particular y distinta. Hoy, su recuerdo se utiliza como anécdota y no como aviso.
La sumisión continuada degenera la capacidad de reacción ante los más claros ataques de violencia. Y aunque se repita hasta en la Biblia la clara necesidad de la mansedumbre, no se debe olvidar el verdadero significado de lo que es ser "manso". Un manso no es aquel que por cobardía o por ignorancia no responde ante una agresión, un pobre diablo que no hace más que recibir golpes. Un manso es aquel que aun sabiendo blandir una espada, aun siendo capaz de portar un arma, decide, con calma y con lógica, no entrar en una pelea.
Los mansos, que no los mensos, son aquellos que conocen la capacidad humana para hacer daño, saben de primera mano lo importante que es la defensa de los más indefensos y no dudaría ni un momento en dar su vida por aquello que le parezca justo. Pero, de nuevo, entra en la ecuación la sumisión obligada, la indefensión impuesta, la injusticia, la falta total de armas diplomáticas para hacerle frente a la agresión. De todo esto ya se han escrito ríos de tinta sobre selvas de páginas. Esto ya se sabe, es conocimiento general, está impreso en la genética misma del ser humano. La capacidad de agredirnos siempre ha encontrado su antítesis en la fortaleza de la habilidad de las víctimas de defenderse.
Pero la espiral de paranoia, el reincidente castigo a la defensa, las trabas a la mansedumbre comienzan a dejarse ver de manera categórica y dirigida. Los violentos continúan con sus tradicionales saqueos y violaciones, regando las calles con los cuerpos de los sumisos sometidos. Parece que las posibilidades de cambio se alejan, pero ahí es donde se encuentra el peligro. Porque el crecimiento paulatino de las arremetidas violentas ante una sociedad sumisa crean focos entre las generaciones, siembran semillas de odio que crecen en más violencia y termina germinando en las mismas acciones que hicieron que Nunuku-Whenua creara una respuesta. El ciclo vuelve a comenzar, las vidas se pierden entre los mares de sangre y lágrimas, los indeseables se alzan victoriosos y solo se rompe si se detiene el accionar de aquellos que buscan acabar con la mansedumbre.
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