Epicentro
Sobre las epidemias colectivas de violencia
Estamos todavía a tiempo de que se escuche de manera amplia, de que intercambien opiniones de manera sana y se abandonen las inútiles trincheras gubernamentales de la intransigencia.
- Arnulfo Arias O.
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- - Publicado: 18/11/2019 - 12:00 am
Protesta de chilenos por el alza en la tarifa del transporte. No se apaga fuego con la gasolina de la represión estatal, sino acudiendo de inmediato al diálogo, a la reflexión, a la apertura y a la conciliación. Foto: EFE.
Por alguna razón que aún no hemos podido descifrar, la humanidad entera se está inclinando, en lo político, hacia extremos peligrosos que atraen y deleitan en alguna forma.
En Estados Unidos vemos un presidente que a veces piensa con la lengua y esconde en el bolsillo la razón; en Brasil, nos encontramos con un mandatario que parece haber tenido sueños de fascismo alguna vez, en sus años muy tempranos; en México, con un primer obrero que le rinde culto al populismo a veces sin medir las consecuencias.
Bien dice la Palabra que el abismo llama al abismo; es decir, que los extremos nos atraen y nos llaman, como cantos de sirena, sin que algún esfuerzo de la reflexión pueda salvarnos de esas caídas hondas del espíritu y de la razón.
Esos extremos, que parecen convertirse hoy en estandarte, le suenan atractivos a una juventud que ha estado muy adormecida, como invernando en las cavernas de la tecnología moderna, como soñando y atrapada en medio de la redes cibernéticas.
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Hoy se despierta de ese sueño y quiere saborear, parece, lo que los sentidos habían dejado ya de conocer: la misma adrenalina colectiva de la agrupación, la química irreflexiva de la masa que se junta para pensamientos de manada, la violencia colectiva que aligera la responsabilidad individual del hombre.
Caminamos, pues, en tiempos en los que los umbrales de anarquía y los extremos se nos hacen atractivos y románticos, como una necesidad de desplegar abiertamente una existencia que la vida moderna parece haber adormecido.
En tiempos como estos, y volviendo un tanto a nuestras propias realidades, no conviene esgrimir la resistencia desde ejercicio público; no conviene el verbo de la intransigencia, porque estamos en presencia de irreflexibidades pasajeras, pero colectivas, momentáneas, pero que se expanden.
¿Cómo se podría explicar que en Chile se destruyera el medio de transporte más necesitado y más usado por la clase obrera?; ¿cómo se podría acaso dar explicación al incendio de los templos más sagrados para el hombre?; ¿el ansia tan encarnizada de ver sangre correr, el gusto colectivo, de manada, de contemplar embrutecidos ese fuego que reduce hasta ceniza instituciones?
Ante estas circunstancias, no se apaga fuego con la gasolina de la represión estatal, sino acudiendo de inmediato al diálogo, a la reflexión, a la apertura y a la conciliación.
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En efecto, son legítimas esas aspiraciones colectivas de cambiar el mundo y el sistema injusto en que vivimos; pero el peligro está en la forma en que hoy se exigen tales cambios.
No hagamos de estas ansias colectivas una corrida de toros, en los que se aplaude la carnicería y la destrucción muerte.
Estamos todavía a tiempo de que se escuche de manera amplia, de que intercambien opiniones de manera sana y se abandonen las inútiles trincheras gubernamentales de la intransigencia.
Estas epidemias colectivas de violencia generalizada que palpitan a flor de piel, solo pueden remediarse cuando llegan a atenderse a tiempo y oportunamente.
Si sabemos que las reformas constitucionales se han llegado a convertir en ese catalizador y en esa mecha que se enciende al borde de un barril de pólvora masiva, lo más lógico es que se le apegue de inmediato.
El paquete de reformas debe, a nuestro juicio, dejarse a un lado de inmediato y el Ejecutivo debe convocar ya, y sin demora, una Constituyente, como el mecanismo más directo y democrático que podría plantease en estas circunstancias.
Así se lograría despojar a los actores de la vida pública convencional de esa facultad primaria de poder constitucional que el pueblo hoy no quiere simplemente delegar en ellos, porque -sinceramente- lo resienten y deploran.
Abogado
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