Sobre el hombre y su tragedia
- Arnulfo Arias Olivares
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En días pasados me tocó ver un cuadro trágico y bestial por redes. Una fiera, armada de un machete y un palo, le había acabado de dar la muerte a un hombre. Por encima, aparentaba ser solo una pelea entre dos taxistas; pero era mucho más. La indolencia épica de nuestra edad moderna, en la que muchos solo graban la tragedia humana, escudándose en la fría inercia de sus celulares, por una parte; por la otra, la bestialidad primitiva que llevamos dentro y que nos dice que no somos, en lo más profundo, muy distintos a las fieras de este reino de los animales. Dos extremos: el hombre frío, galvanizado y electrónico de nuestros días, y el Homo sapiens, todavía agazapado dentro de las sombras de caverna, que se diferencia del mamífero solo por designación científica y por su lenguaje articulado.
Ya esposado y cabizbajo, el homicida se veía a la luz de la tragedia humana; dejó atrás la bestia y se hizo hombre, al fin, por las esposas. Todo el peso de la razón que había perdido regresó como marea amarga y repentina. El arrepentimiento, el golpe de conciencia, el recuerdo encrudecido y rojo. Todo eso se refleja en su mirada ahora, en un momento repentino. Antes de eso, era solo fiera, presa del instinto, tirando espuma por la boca y armado de un machete, solo porque no tenía sus propias garras. La justicia que debe enfrentar le recuerda al homicida que es más que eso: es un ser humano que, por un momento, en un arranque de furia, olvidó que vivía en sociedad y no en una jauría. Ese propósito de la justicia es fundamental. En nada se redime el animal encadenado que, luego de infligir una mordida, queda condenado a perecer de esa manera. Pero el ser humano es más que eso. La condena impartida no solo es material y física, sino que también es redentora y debería mover hacia la reflexión al victimario y recordar a todos que, más cerca que la propia sombra, vive dentro de nosotros una fiera que impulsa a destruir a otros. La violencia irreflexiva es un instinto que, mientras estamos vivos, se manifiesta siempre de una forma u otra. Dosificarla es todo lo que en realidad podemos. Como si fuéramos los domadores de un león de circo, siempre vigilantes, manteniendo a raya la ferocidad del animal que está a nuestro cuidado.
El "hermano burro", como solía llamar al cuerpo el santo Francisco, convive con nosotros cada día. Si solo fuera la montura pasiva que nos lleva y que nos trae, nada pasaría. Pero se rebela, nos controla, no le gusta que tiremos de la rienda y, a menudo, corcovea y nos tumba de la silla. En esos momentos reina libre, recuerda la pastura verde, se desboca bajo los instintos y hace suya la existencia de los hombres. Eso es lo que vimos en esa tragedia. Un animal dominado por instintos básicos, que mata y que destruye y, luego de pasado el arrebato de la adrenalina, esposado y capturado ya, surge solo como un hombre en toda su tragedia y con toda su virtud truncada por el animal que vive dentro.
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