Sobre el arte de pensar
- Arnulfo Arias Olivares
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No podría haber cuadro más triste que ese lápiz olvidado en una esquina, consumido por el polvo y sin utilizar. Nos habla de una idea que se ha quedado muerta dentro del regazo de la vida, como disipada en el vapor inútil de la nada, sin propósito ni pensamiento. Aprender a pensar podría ser simplemente el hábito más importante y más difícil de adquirir en nuestras vidas. ¿Por qué? Porque desde que nacimos el proceso lento de gestar ideas se nos inhibe; primero en la familia y luego en sociedad. Pensar es un esfuerzo que requiere de meditación, propósito, objetivos. La tarea parece simple, pero no lo es. Nuestros sistemas educativos, por lo general, fueron concebidos para digerir ideas sin masticarlas. Como si se tratara de alimentos que vienen ya prefabricados con sabores colectivos que asimila fácilmente el paladar. Llegarán los días, incluso en que el camino a la uniformidad global, se alimente el hombre solo con pastillas y con suplementos, abandonando progresivamente el paladar, sabor y el gusto. El hambre es la mejor salsa del mundo, y por eso el pobre come siempre con gusto, nos decía Cervantes. Lo que se olvidó decir es que esa hambre, cuando sea de ideas, es peor aún; a tal punto que con el objeto de satisfacerla a cualquier costo, preferimos hasta consumir la idea ajena en sacrificio de la propia. Es así que, cuando las aspiraciones de los hombres se hacen básicas, se gravita solamente en los confines de existencias pasajeras y el hombre no puede pensar. Trabaja para vivir y vive para trabajar. Esa realidad no se encuentra únicamente en el umbral de los trabajadores mal pagados y en los maquinistas, sino que anida en todo aquel que no tiene verdaderamente calidad de vida. Es esa realidad del informal que se levanta muy temprano, apenas come, y sale a ganarse el pan antes que raye el sol. Es también la realidad del trabajador ejecutivo que, aunque pueda levantarse algo más tarde, vive atormentado por las deudas y le brinda poco o nada de su pensamiento a casa y al hogar. Ojalá que ambos fueran a conquistar el día; el "carpe diem" de los romanos. En realidad la lucha de miles y millones, al margen de su estatus o de su trabajo, se limita muchas veces a sobrevivir. Hasta el camino de las emociones y de la solidaridad se terminará por marchitar un día en la persona que solo vive para poder sobrevivir. Como si fuera una botella de cristal con gas encasillado en ella, hace efervescencia pronta y espontánea, inclinándose a las emociones fuertes que lo agotan y desgastan prontamente, en vez de disfrutar la vía corta que le ha sido dada, poco a poco, y con reservas.
Calidad de vida vs. la pobreza multidimensional. Todo el que, estando en el hogar, está a la vez sufriendo del tormento desgastante de sobrevivir en nuestras sociedades de metal, se encuentra empobrecido de alguna forma u otra. Pasa de la juventud a la adultez, y luego a vejez, como un cometa visto y desaparecido. Reflexionemos, entonces, en lo que es crucial al fin en nuestras vidas. En esa búsqueda de la felicidad que fue enunciada en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos como un derecho inalienable de la humanidad. El motor principal del hombre ha sido siempre la esperanza de mejores días. Sin ella, la eutanasia se compraría como una píldora en cualquier farmacia, y sin receta. Sin la fe, posiblemente el ser humano habría ya desaparecido como especie. Me pregunto, a veces, si los antepasados neandertales, con los que convivimos alguna vez en el pasado, habrían perdido la batalla en esta tierra porque no desarrollaron a conciencia la esperanza y el sentido de espiritualidad, que nos hace conquistar barreras, cataclismos y desastres, como seres humanos.
En estos tiempos modernos, el atributo más valioso que tenemos podría ser simplemente ese: pensar. Darle fuego a las ideas propias hasta que brillen como antorchas por encima de la oscuridad de lo electrónico, que nos enmarca y acostumbra a todos.
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