Opinión
Retrocesión a Bruselas
- Jaime Figueroa Navarro
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Cercano a la plaza se encuentra la Real Galería Saint-Hubert, diseñada en 1847, el primer centro comercial y el más elegante de Europa.
1930. Recién egresado del Colegio de La Salle, primer puesto de honor, comandante del inédito Batallón Juana de Arco, empeñado en optar por estudios de Medicina, mi padre Alfredo explora sus opciones en el Viejo Continente.
¿Por qué Europa? Ante todo, en aquella época, el martes 29 de octubre de 1929, a partir de la caída de la Bolsa de Valores de Nueva York, el globo se ve afectado por una década denominada Gran Depresión, caracterizada por la miseria e inseguridad, particularmente en Estados Unidos, destino selecto de los estudiantes de medicina istmeños.
A mediados de 1930, el pichón de galeno se embarca en Colón a bordo de un vapor de Holland America Line, con destino el puerto de Amberes, Bélgica y escalas intermedias en Cartagena de Indias, La Guaira e islas Azores. Su premeditado destino, la Universidad Friedrich-Schiller, fundada en 1577, en la ciudad de Jena, estado de Thuringia, Alemania.
Se reúne en Amberes con el Cónsul de Panamá, de apellido de Alba, quien le puntualiza la complejidad del idioma germano, convenciéndole de continuar estudios en francés, en la Universidad Libre de Bruselas, idioma que había repasado durante sus estudios secundarios.
En ausencia de dormitorios universitarios, se instala en una pensión estudiantil en rue de l'Aqueduct, continuando estudios intensivos de francés bajo la tutela de una templada profesora rusa durante los meses del verano europeo anterior a su ingreso a la facultad de medicina en octubre de 1930, optando por el título de Doctor en Medicina en 1935.
Dispensando este preámbulo, para rememorar el fogueo de mi padre, durante nuestra escala en el puerto belga de Amberes-Zeeubrugge el mes pasado, optamos por visitar Bruselas. Tal cual la torre Eiffel resulta el icono de París, el Atomium, estructura en acero y aluminio de más de 100 metros de altura en forma de átomo, erecta para la Exposición Universal de 1958, sirve como emblema de la capital belga.
Emulando los nueve átomos de un cristal de hierro, la estructura se apoya en 3 grandes torres, desde las que parten las escaleras que conectan las esferas. En la esfera más elevada hay un elegante restaurante con un mirador, mientras que en las otras se organizan exposiciones temporales. El restaurante se accesa directamente desde la base de la torre a través de un elevador de alta velocidad.
Posterior a nuestra visita, nos trasladamos a la Grand-Place en el corazón de Bruselas, una de las plazas adoquinadas más icónicas de Europa, con decenas de espectaculares edificios que datan del siglo XVII, formando parte del conjunto arquitectónico más bello de toda Bélgica, resaltando el Hotel de Ville, la alcaldía, la joya más importante de toda la plaza, que data de 1459 con 96 metros de altura resaltada en su cumbre por una estatua de San Miguel.
Cercano a la plaza se encuentra la Real Galería Saint-Hubert, diseñada en 1847, el primer centro comercial y el más elegante de Europa, al igual que la diminuta estatua de bronce de 65.5 centímetros, Manneken-Pis, en neerlandés 'hombrecito que orina', complementando la majestuosidad del sitio.
Afamado por sus waffles, cervezas y chocolates, la Grand-Place se convierte en un exuberante festín gastronómico. Sentarse a degustar una cerveza belga rodeada de tanta historia en medio del continuo vaivén de turistas, simplemente no tiene precio, aunado a los recuerdos de mi progenitor quien inició aquí sus pininos en otros tiempos en que viajar a sitios recónditos cómo este y morar allí un quinquenio resultaba desde todo punto de vista solemne para un mozuelo istmeño.
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