Recuerdos de infancia
- Arnulfo Arias Olivares
- /
- /
- - Actualizado: 13/11/2024 - 09:45 am
Cuando éramos pequeños, pasábamos los casi tres meses de vacaciones escolares en nuestro retiro familiar predilecto de verano: Farallón. En ese entonces ese sitio también era hogar de una base militar de la Guardia Nacional. Había una garita en la entrada, y uno tenía que esperar que el soldado levantara su mano en señal de "libre paso". A pesar de que vivíamos en plena dictadura de Torrijos, en esos meses de verano solíamos olvidar la realidad de nuestras vidas, como familia perseguida por azares de la política. Es más, recuerdo que los hijos del general también pasaban vacaciones en el mismo sitio, y con frecuencia los topábamos, y hasta los conocimos, sin que nuestros bandos opuestos sopesaran más que nuestra ingenua infancia.
Los pescadores extendían sus redes desde la costa y las arrastraban hacía allí, todas las mañanas. De modo que, si se despertaba uno muy temprano, podía acercarse a ver esa abundancia de peces que venían como botín de guerra, o del esfuerzo, dentro del trasmallo. Pequeños tiburones, mantarrayas, pulpos y lenguados, y hasta peces globos… Todos venían entrelazados en abrazo comestible como obsequio de los mares. Recuerdo que los pescadores regresaban las criaturas más pequeñas, como si fuera parte de un ritual sagrado y de un respeto que no existe ya.
Nuestra casa se encontraba asentada en lo alto de un pequeño risco, como un faro apacible desde el cual se podía siempre vislumbrar la Isla Farallón que, en la marea alta, me parecía como un monstruo marino que asomaba gigantesco su cabeza y parte de su cuerpo en el océano azul celeste, esperando cobrar vida repentinamente. Para saber si la marea estaba baja, nos manteníamos vigilantes de una gran caverna que se encuentra en medio de ese cuerpo de la isla, y que se mira claramente cuando el agua baja. No era bueno bañarse con esa marea retraída, porque abundaba la mantarraya, con su ponzoñoso chuzo.
En el cuartel, el general mantenía un elefante, de nombre Antolín, como mascota; pensaba que había sido obsequio de algún otro dictador excéntrico, como Idi Amín, que estaba en boga en ese entonces; pero la realidad es que fue un regalo que le hizo el recordado Gabriel Lewis Galindo, según me vine a enterar mucho después. Cuando se le soltaba a sus captores, venía a parar a nuestras casas, en búsqueda de su golosina predilecta: la Coca-Cola.
En esos meses de descanso y vacaciones, olvidábamos la realidad política que nos mantenía divididos como pueblo, y nuestra familia no era molestada por los militares, que sin duda tenían la orden de no hacerlo. A ese sito llegaba el Presidente Lakas, de visita, y recuerdo que inclusive manteníamos colindancia con una modesta casa de playa del entonces oficial Noriega. En una ocasión, mi padre tuvo que reclamar a él, o sus empleados, no recuerdo, el uso de unas hamacas con los colores partidistas del panameñismo que, de alguna forma u otra, habían salido de la casa nuestra y habían llegado hasta la suya. Todavía la Playa Farallón (en ese entonces solo Playa Blanca, para nosotros), sigue siendo sitio predilecto de destino para los locales y extranjeros, por su gran belleza natural; pero hoy queda opacada ante el recuerdo de mi infancia, comenzando por nuestra casa, que se encuentra hoy como reliquia del pasado en ruinas. En ese entonces, cuando la marea bajaba en esa playa blanca como azúcar, abundaban las estrellas marinas, los cangrejos, los pequeños pulpos negros, que expulsaban su tinta cuando los tocabas. Había vida, y vida en abundancia. Las aguas eran cristalinas, hasta ver el fondo y distinguir los pies muy claramente. No había plásticos nadando con nosotros. Los peces abundaban y se veían a simple vista, y la vida era distinta, muy distinta, para los humildes lugareños y también para nosotros.
Para comentar debes registrarte y completar los datos generales.