Opinión
Recordando los periodos tristes de nuestra nación
- Arnulfo Arias Olivares
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A menudo le expreso a mi hijo adolescente que las lecciones más valiosas de la vida se aprenden con cabeza propia; y que el dolor es uno de los más grandes maestros que tenemos, porque algunos solo aprenden de esa forma. Otros, más sabios tal vez, aprenden en cabeza ajena y extraen lecciones valiosas de la experiencia que otro ya ha vivido. Las sociedades no son, en su conjunto, tan distintas a los individuos. Las lecciones de la historia que ha vivido ya una sociedad no tienen por qué repetirse. De hecho, cuando se repiten se manifiestan en errores que, con algún grado de prudencia, se hubieran evitado.
Tomemos como ejemplo ese periodo dictatorial que vivimos en nuestro país no hace muchos años. No existía, en ese entonces, nada siguiera comparable a un Estado de Derecho; la fuerza y la opresión ganaban con su peso la balanza de nuestra justicia; los tribunales seguían instrucciones de la maquinaria de gobierno, sustentada sobre el andamiaje de una dictadura. Las libertades eran censuradas y la persecución política era el sello primordial que sustentaba en el poder el régimen que dirigía las riendas del Estado. Las reuniones políticas que no alineaban su opinión, se consideraban disidentes, sediciosas. Un grupo considerable de personas despreciables, ya bien entrada en años hoy en día, hacía las veces de jauría que replegaba las protestas a través de los denominados "batallones de la dignidad".
La triste realidad es que, a pesar de que, dentro de todos los errores y defectos, vivimos hoy una era democrática, en la que podemos expresar el pensamiento sin temor a que arriesguemos nuestras vidas, y a pesar de que la dictadura quedó atrás, no se debe olvidar jamás. No olvidarla debería ser un proceso que se manifiesta y se concreta en actos propios de la administración pública y de la administración de justicia. Nada que se asimile en lo más mínimo a persecución política debería sellarse con la firma de los servidores públicos. Sin embargo, en algunos gobiernos pasados, que no quiero mencionar, se libraron persecuciones, se torcieron medios, se encapuchó la justicia como ejecutor y se elevaron fuegos semejantes a la tiranía y a la opresión, aun estando en democracia. Todos lo sabemos. Todos deberíamos condenarlo. Ningún servidor público, especialmente aquellos que ejercen mando y jurisdicción, debería tener a estas alturas viso alguno de desviar el poder público con base en el interés propio, o el ajeno. Consecuencia de haber olvidado esa sombra de la dictadura, llevó a algunos a pensar que su poder jamás se acabaría y que lo podían usar dentro de un andamiaje de intereses creados. No solo se debería condenar ejemplarmente ese tipo de prácticas, sino que deberían reprocharse enérgicamente por parte de la sociedad entera. No cabe contemplar en nuestro suelo la opresión de nadie por nadie. A menudo estamentos de seguridad olvidan que son solo servidores públicos, que responden a los ciudadanos, que deben respetarlos y actuar en consecuencia, sin excepciones; que no son deliberantes y que el uniforme es solo una tela que comienza desgastarse, pero que en su propio hogar hay hijos y hay esposas que también son ciudadanos; rango democrático que debería estar siempre por encima de cualquier oficialismo.
Las imágenes de lo que hoy sucede en nuestra hermana Venezuela, recrudecen los recuerdos tristes de la dictadura que a nosotros nos tocó vivir. Comprendemos su nivel de frustración, y ese miedo fundamental que a diario deben superar: el miedo de ser libres. Lo que pasa allá nos hace hoy entender que hace solo pocas décadas también vivimos una opresión igual, y que debemos condenar, no solo con el brazo de la ley, sino con la más absoluta repugnancia, todo acto desplegado por un funcionario público que olvide su lugar correcto dentro de una democracia.
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