Porque todo pasa
- Arnulfo Arias Olivares
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Llegará el momento en que el bullicio del hogar y los gritos infantiles de hoy cobrarán sentido en el silencio inevitable del mañana. Cuando no haya ya a quien regañar en casa, nos daremos cuenta de que el paso de la juventud en nuestras vidas es rápido para nosotros, pero que es más rápido en quienes la comparten brevemente con nosotros: nuestros hijos. Si perdemos ese tiempo, no podrá volver jamás; como agua serpenteante que se pierde por el fregadero.
Los manteles manchados con tinta, los platos sucios bajo la cama, la ropa agazapada en las esquinas, la pasta de diente abierta, los adornos quebrados…, todo eso pasará. Y no solo pasará, sino que también lo extrañaremos cuando ya no esté. Los hijos, al igual que las aves, dejan algún día su nido. Es ley perpetua de la vida, sin la cual no habría semilla que diseminarse. Mientras están con nosotros brevemente, son como la rama de la rama, y el fruto de otro fruto, Cuando se van, esperamos solamente que se cumpla esa misión de vida en la que nosotros vamos perdiendo la importancia. Pensar lo contrario, es verlos irse como hojas, que caen y que se van por siempre. Pensemos, más bien, que asumen un papel de relevancia, en el que nosotros debemos participar… viéndolos partir mejores de lo que hemos sido.
Las fotos serán los únicos recuerdos muertos que nos quedarán en vida, si no vivimos los momentos de familia que nos tocan, para tejer con ellos cestas de recuerdos vivos, siempre llenas. De que la vida es breve, son testigos monumentos, lápidas y estatuas. Aprender esa lección en medio de nuestra arrogancia, es otra cosa. Requiere reflexión muy detenida y, sobre todo, el ojo observador que ve pasar en otros las señales del tiempo y se mira en ese espejo. Ni siquiera llamaría yo a eso una sabiduría, sino más bien una resignación prudente. Aceptar que todo pasa, y que bajo el sol hay temporada para todo, es una de las lecciones más valiosas que el hombre podría aprender.
El problema no es que pensemos que hay un tiempo para odiar, sino que nos aferremos a ese tiempo, sin dejar que le suceda el tiempo para amar. El hombre sin vicios, no conoce las virtudes, porque debió vivir ese tiempo que lo haría migrar a ser mejor persona. Nadie nace en perfección, y hacer las transiciones de la oscuridad de la ignorancia hacia la luz de la razón es simplemente la forma más certera de crecer y madurar. Desconfío de esas personas que, estando en el sitial de sus virtudes asumidas, miran hacia abajo y condenan a los que todavía se anegan en las aguas turbias de las debilidades humanas. Más aprecio a ese que, escalando, sabe que podría caer, y mira con la compasión y la empatía a aquellos que todavía no han hecho esfuerzo por crecer. Así deberíamos, tal vez, conducir en parte nuestro tiempo en el hogar, con nuestros hijos.
Para el emprendimiento de esos ciclos, no hay mejor escuela que la que tenemos en la familia. El padre que es la víctima de las enredaderas de los vicios tratará de ser mejor ante sus hijos. Aprovechemos ese tiempo breve que tenemos por delante para dar lecciones, y para aprenderlas. Se habrá ido tan fugaz como el día en que llegó. Todavía recuerdo el día en que nació mi primera hija. Lo tengo vivo y muy presente porque fue un alumbramiento de emergencia, de alto riesgo y de cuidados intensivos, con mi esposa a punto de dejarnos por eclampsia. Mi hija tiene más de veinte años ya, y parece que fue ayer que me cabía, tan prematura, en la cuenca de la propia mano con la que hoy escribo. Todo pasa.
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