Los pecados capitales, la soberbia
- Alonso Correa
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- - Publicado: 29/10/2024 - 12:00 am
¿Qué hay más importante que el propio Yo? Esa amalgama única del ello, el yo y el superyó, es una combinación perfecta para conseguir que seamos como somos. Como ha sucedido a lo largo de estas siete columnas, la palabra 'soberbia' ha perdido ese matiz que la destacaba del resto de sus sinónimos, se han unificado las definiciones y se ha colapsado la característica que la volvía única y temida. La soberbia, esa especie de orgullo frenético y pretencioso, busca acabar con los hilos que nos unen con la sociedad para buscar la supremacía de nuestro propio ser.
La soberbia, temida por la modestia, se deslinda del orgullo en el momento en el que entra en contacto con la miserable inseguridad. Porque la soberbia no es más que eso, la inseguridad vestida de oro. Pero, como joyería barata, la soberbia se oxida, se desmorona, bajo el peso del tiempo. Consume todo, como el fuego, para arrasar hasta las mismas cenizas. Es una adicción, una enfermedad, que te lleva a compararte con todos y con todo, la imposibilidad de encontrarte detrás de cualquier moda, ser el último en llegar, ser el educado y no el educador, ser la víctima y no el verdugo, son partes del temor que resquebraja el núcleo de la soberbia.
Esa masilla con la que armamos el personaje que utilizamos en público es, en muchos sentidos, tóxica. A veces, la rellenamos con tierra de fuera, escarbando características de los demás para terminar de formarnos o taladramos la historia y la ficción para amasar una máscara que se adecue a lo que nos tenemos pensado. Pero ahí entra el miedo, la inseguridad y la infelicidad, ahí es cuando las raíces de la soberbia se adentran en lo más profundo de nuestro corazón.
El miedo, para ir concluyendo esta larga serie de divagaciones, es la semilla de la infelicidad. De él nacen nuestros pecados. Del miedo a la escasez, al cambio o a la soledad es de donde vemos brotar estas pautas marcadas como pecados capitales y que nos alejan más de la felicidad plena que de Dios o de cualquier deidad, como ya lo he repetido a lo largo de estas columnas. Porque esta serie de columnas no son ni tienen que ser entendidas como publicidad eclesiástica, estos escritos son apenas reflexiones de un aficionado, intentos mediocres de encontrar los hilos conectores de todo lo que damos por sentado.
El conocimiento pleno de nuestra condición es el arma más afilada para enfrentarnos a la inseguridad, al miedo. Conocernos de manera íntima y privada, de forma profunda y reflexiva nos lleva a descubrir no solo nuestras fortalezas, sino, y mucho más importante, nuestras carencias. Solo así, sabiendo de forma precisa, qué somos y quiénes somos podremos caminar hacia adelante con confianza. Porque estos pecados no son más que plataformas cómodas, tópicos comunes, en las que podemos caer para no esforzarnos más, no seguir remando ni pataleando en el camino de la vida. Son resquicios de una hoguera, ceniza gris y tibia, que no reconforta el alma y apenas calma el frío, pero que no requiere más esfuerzo que el caer sobre ellas.
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