Epicentro
Sobre las leyes del pensamiento
En su libro Confesiones, San Agustín proclama esa verdad tan dolorosa de saber y no aplicar esa sabiduría, haciendo un eco de enseñanza en las generaciones venideras...
- Arnulfo Arias O.
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- - Publicado: 19/1/2021 - 12:00 am
El pensamiento es como un caucho que se estira y se devuelve inevitablemente hacia su propia fuente, como dicta necesariamente esa Primera Ley de Newton. Foto: EFE.
La Primera Ley de Newton dispone que un objeto en movimiento permanece en movimiento a menos que una fuerza externa actúe sobre él y lo detenga.
Así como el mundo material está regido por las leyes que lo ordenan, también el mundo de la mente se enmarca y se restringe dentro de esas reglas y principios comprobados ya por obra y gracia de los tiempos; leyes desplegadas ampliamente y a lo largo de la historia escrita, de los textos y las religiones, y hasta marcadas en la propia evolución de nuestra especie, que resguarda sin duda la señal directa del proceso de pensar, que ha llevado al hombre donde está hoy día.
En el mundo cristiano estamos familiarizados con esos principios del pensar, aunque raramente los hacemos ocupar con nuestra práctica. Así, la Biblia nos enseña que como un hombre piensa en su corazón, así también será; pero no es esa enseñanza una moneda que se acuña únicamente en nuestra religión.
Ya Buda había anunciado claramente, por ejemplo, que el odio que se aloja en nuestro corazón lo consume como fuego sobre una madera seca. ¿Y qué es el odio sino una idea, un pensamiento que portamos en el fuero interno?
La certeza de la ley de gravedad, expuesta por el sabio Newton, y aplicable a cosas físicas, encuentra espejo similar en el proceso de pensar. Nuestro pensamiento orbita, indefectiblemente, sobre aquello que en un momento dado nos domina; si el dominio sobre el hombre es la bondad y el pensamiento positivo, entonces no gravitará muy lejos de ese eje tan radiante que lo atrae.
Si, por el contrario, sus ideas se forjan sobre un núcleo de maldad pesada, hará una órbita reconocida, inevitable, sobre el centro de maldad que lo domina. Por sus frutos, los conocerás. Al final, entonces, si toda esa astronomía del pensamiento es conocida ya por uso y por costumbre, aún sin entender la ciencia a fondo, ¿por qué el ser humano deja un lado el cumplimiento de esas reglas claras?
En su libro Confesiones, San Agustín proclama esa verdad tan dolorosa de saber y no aplicar esa sabiduría, haciendo un eco de enseñanza en las generaciones venideras: ”¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste”.
Terrible la tragedia de la humanidad: buscar con telescopio aquello que tan cerca está que bastaría una lupa para verlo.
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De la aplicación de reglas claras, conocidas ya por todos, dependen nuestra paz y nuestro éxito en la vida; un éxito no solo material, sino también anímico.
El que piensa, por ejemplo, que cosechará por siempre lo que jamás había sembrado, chocará inevitablemente con el muro impenetrable de una realidad que, con el golpe, será maestra muy paciente de una realidad contraria.
El que cree que puede gravitar en torno a aquello que no es, terminará por entender un día que el pensamiento es como un caucho que se estira y se devuelve inevitablemente hacia su propia fuente, como dicta necesariamente esa Primera Ley de Newton.
Abogado.
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