Las guerrillas constitucionales del 68
- Arnulfo Arias Olivares
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Corría septiembre del 68. Había pasado solo un mes desde el golpe de estado fraguado en contra del Dr. Arnulfo Arias M. En el corazón de las campiñas, nacieron espontáneamente las Guerrillas Constitucionales, que luchaban por la causa mucho más extensa que ellas mismas: el restablecimiento de la democracia. Estaban conformadas por agricultores, estudiantes, hombres y mujeres; personas sin entrenamiento alguno, pero inspiradas en algo mucho más preciado: la voluntad incansable de una lucha justa. La causa de ese movimiento fue real, y enardeció los ánimos de muchos que dejaron casas y familia. De haber prosperado esa causa, jamás habríamos tenido manchas imborrables de una dictadura en nuestra historia. Los autores de ese golpe, que no fueron esas fichas militares que pensamos, supieron que tenían que cercenar, a toda costa, el fuego de esa causa que invitaba a dar las vidas por la democracia. Por eso, prestaron todo apoyo necesario para suprimir la gestación de las guerrillas, que podían inclinar en un momento dado la balanza hacia otros fines muy distintos a los que ellos habían ya previsto. Querían una nación debilitada, fracturada, controlable; un sistema educativo de rebaño; una población sumisa y obediente, que no se despertara de la esclavitud masificada. Esa era, por un lado, la razón de ser de la dictadura geopolítica enquistada en el 68; en tanto que la causa por la democracia era la brújula de la Guerrilla Constitucional.
En nuestro propio suelo prosperaron individuos que tenían inclinaciones naturales para la tortura, la guerra psicológica, los vejámenes y atrocidades sin nombre, y encontraron su guarida en la Guardia Nacional en 1968. Aquí, a kilómetros de donde usted se encuentra, en lugares como Piedra Candela, en Chiriquí, o las Huacas de Quije, en Coclé, se asesinaron personas, se violaron mujeres con fusiles, y se masacraron las mascotas y animales de la granja y del hogar de militantes de ese movimiento. Todo eso ante la vista de los humildes campesinos, que fueron los testigos de una historia que hoy, irresponsablemente, queremos olvidar como nación. Caer en la batalla es cosa de estadística para el militante de estos movimientos justos; pero ser objeto de torturas, ser obligado a acostarse en bloques de hielo, con las uñas extraídas, presenciar el sufrimiento de los compañeros, en espera de sufrir lo mismo… Todo eso es táctica de los poderes desiguales: uno que quiere dominar, y el otro que persigue solo libertad. Disipar esos llamados y esas causas que llaman a los combatientes y a los pueblos a luchar por ideales de la democracia, ha sido siempre la manera más certera del poder para imponerse. Aquí pasó lo mismo.
Esos hombres y mujeres que cayeron por la causa de su lucha, han dejado descendientes y familias. Hijos de esos mártires podrían muy bien estar leyendo hoy estas líneas; y así también podrían hacerlo muchos que, siguiendo órdenes de otros, cayeron en abismos irreconciliables de crueldad. Ya serían algunos de ellos hasta octogenarios hoy. La justicia humana no creo que los alcance nunca. Ni el perdón del hombre, tan pequeño e incapaz para reconciliar atrocidades cometidas. Pero allí, a pocos días, o semanas, o meses, los esperará la entrada y el umbral que nos espera a todos. Llegará el momento de rendirle cuentas al Creador y, estoy seguro, que el dedo acusador de sus conciencias los señala cada noche, cuando tratan de lograr un sueño que se siempre se convierte en pesadilla. No podemos perdonarlos; pero sí podemos recordarlos siempre en la memoria colectiva. Es irresponsable, es injusto y es moneda muy común de cada pueblo torpe, correr telones y olvidar errores del pasado que debieron convertirse en las lecciones por las cuales se forjaba una nación unida. Hemos sido, todos, muy irresponsables como sociedad, borrando páginas enteras de una historia que no podemos olvidar.
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