Anécdotas
La morrina
Atravesé los llanos y matas de monte de los areneros de El Tullido y Limones, crucé el torrentoso y pedregoso río Chico, hasta la solitaria estación de La Pita. Aquí dejé el caballo, pidiéndole a una familia me lo cuidase.
Anécdotas
Atravesé los llanos y matas de monte de los areneros de El Tullido y Limones, crucé el torrentoso y pedregoso río Chico, hasta la solitaria estación de La Pita. Aquí dejé el caballo, pidiéndole a una familia me lo cuidase.
Vieja y abadonada estación del Ferrocarrill de Chiriquí en La Pita, fecha 2020.. Foto: Cortesía de José Luis Vegas.
En mi infancia, en la lejana finca de mis abuelos maternos ,Aurelio Moreno Moreno y Josefa Caballero, a orillas del Chiriquí Viejo, último río a poniente de Panamá, fronterizo con Costa Rica, el ganado valía más que la tierra. Si súbito aparecía una peste que diezmase el hato, los caballos, los bueyes de la carreta o que los mordiese una víbora, era un serio golpe económico y aislaba más a la familia.
En los veranos venía de Puerto Armuelles, a caballo por la playa, Rogelio Rojas, el matarife, a comprarle a mi abuelo sus novillos. En mi viejo caballo Pascual, que lo mataría una culebra, yo ayudaba a arrear el ganado del fondo del potrero, donde se iniciaban las selvas, hasta el corral cercano al río y al playón donde al atardecer pasaban la noche por temor al tigre. Ese día mi abuelo y el matarife, moviéndose entre las reses, estimaban el peso de los novillos al ojo y en arrobas, a la antigua.
Cerrado el trato, Rojas sacaba un su fajo de billetes y pagaba la media docena de animales. Era nuestro mayor ingreso del año. Mi abuelo envolvía estos dólares en un viejo pedazo de lona guardándolos bajo el colchón. Cerca a la cama vigilaba "La Limeña", imagen heredada por mi abuela de un antepasado, Miguelito Santamaría, quien la trajo del Perú tras prestar el servicio de las armas del Rey, cuando el Istmo fue de ese Virreinato.
Por las noches, con mi abuela y las tías Virginia y Juanita, rezábamos el rosario frente a La Limeña, agradeciéndole cuidarnos de las enfermedades, de las vívoras, por los cultivos, ganados, y la vida eterna. Al final, se pedía, no me era claro para mí, por la conversión de Rusia y del Japón.
Fue una preciosa tarde de verano que llegó la peste. Cielo azul sin nubes. El río cristalino, con sus hermosos playones afuera, pues era marea baja. La brisa sur anunciaba que, desde la mar, por la Boca de Los Espinos, subía la marea.
El primer caballo en caer fue el más galano, el de mi tío Aurelio. Había venido de Divalá a faenar los novillos. De vuelta a casa, cruzó el río por el vado del Higuerón, y al tratar de subir el barranco, el caballo tembló y cayó al suelo. Alguien gritó "Dios mío, es la peste, la morrina". Había aparecido el terrible mal de los caballos.
Esa noche, mi abuelo me dijo que como yo era grande, tenía 13 años, y conocía bien los trillos, debía ir a David a comprar la vacuna. Partí a caballo, a las tres de la madrugada tras las bendiciones de mi abuela "Sea tu mano poderosa Señor, la que guíe este niño y a su caballo, líbralos de todo peligro, amén". Crucé el Chiriquí Viejo con la luna afuera y en marea seca.
Entré a la selva por el trillo que bordeaba la gran ciénaga de El Altamizal, formada en invierno por los desbordamientos del río. Crucé el Gariché, en sus ajuntas con el Divalá, asegurándome que ni en el charco de arriba ni el de abajo hubiesen lagartos. Salí a los llanos guiándome por Los Cerritos, túmulos misteriosos que se decía eran huacales indígenas. Aquí topé el camino real que venía de Divalá y "los alambres", el telégrafo que conectaba con David y seguía hasta la remota ciudad de Panamá, quinientos kilómetros a saliente.
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Tras vadear el Duablo, amanecí en La Palma Real, finca de mis tíos Roberto Anguizola y Bernardina Moreno de Anguizola, quienes me dieron café y galletones. Especie de pan aplanado y duro que resistía el clima y solían darse a los marineros.
Atravesé los llanos y matas de monte de los areneros de El Tullido y Limones, crucé el torrentoso y pedregoso río Chico, hasta la solitaria estación de La Pita. Aquí dejé el caballo, pidiéndole a una familia me lo cuidase.
Tomé el tren que de Puerto Armuelles iba hacia David. Llegué a mediodía con las tiendas cerradas. Al abrir la veterinaria de Naranjo y Arosemena, compré la vacuna y corrí a la estación a tomar el tren de la tarde hacia Puerto. Fui el único en bajarse en La Pita.
Metí la vacuna en la chácara de pita que me tejió Pablo el Guaymí. Al trote, emprendí la vuelta y llegué bien de noche al Chiriquí Viejo. Al otro lado del río, entre las altas palmeras que mi abuelo trajo en la década de 1920, desde los cocales de Punta Burica, veía la casona alumbrada por la lámpara de kerosín.
El río estaba hondo. Era pleamar y marea de aguaje. Lo crucé agarrado a la cabeza de la montura y nadando a la par del caballo. Al otro día se vacunaron los animales. Estaba estropeado, pero muy feliz.
Antropólogo.
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