Panamá
Guardianes de los bosques
En alguna medida, nos hemos convertido en los parásitos humanos que terminarán acelerando el curso de la vida, o de la muerte, de esos árboles longevos.
- Arnulfo Arias Olivares
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- - Actualizado: 12/9/2023 - 12:00 am
En el corazón de nuestras selvas hay árboles longevos, que superan los 600 años de antigüedad. Muchos de ellos presenciaron, desde su dosel, la llegada de los españoles y se sorprendieron, posiblemente, por su irreverencia ante los espíritus del bosque, o por el acero frío con que los talaban hasta sus entrañas, sin ninguna consideración. Hasta ese entonces, habían sido parte de la reverencia y de los dioses míticos que adoraban los ancestros de la América. Pero ese culto de los bosques, así como el respeto que se les tenía, fue talado hasta los suelos por el hacha del conquistador.
Todavía algunos de esos árboles antiguos viven hoy, y resguardan en su corazón concéntrico los vivos recuerdos de esa lucha de transformación y sangre entre los españoles y los indios, que presenciaron desde el bosque, siendo jóvenes aún. Nada, ni siquiera el frío metal de leñadores, que arribaron por primera vez en embarcaciones carabela a nuestras costas; ni las lluvias, ni crecidas, ni los vientos, ha podido derrumbarlos todavía. Majestuosos, elevan esas ramas hacia el cielo, como implorando por el resto de los pequeños organismos vivos de la selva, de los que han sido guardianes ya por muchos siglos y que viven a su sombra.
Muchos de esos guardianes ya cobijan dentro de su pecho envejecido a cientos de millones de insectos diminutos que son en realidad los que, al hacer su hogar en ellos, también los llevan a su muerte lenta, en una especie de simbiosis que se da, a ese nivel, entre parásitos y huéspedes que acogen su favorablemente su presencia. Mientras ellos viven, matan a los organismos en los que se alojan. Así, esas majestuosas formas de vida, van dejando que otras más pequeñas y necesitadas se trepen en sus troncos y los estrangulen lentamente, o que otras formas hagan de ellos ese hogar final que, con el pasar de las centurias, se transforma nuevamente en tierra de la tierra, como debe ser.
Tenemos mucho que aprender de esos seres vivos que, en su vida prolongada y sabia, le regalan vida a los demás. Allí en sus anillos internos, en lo profundo de su corteza, se escribió la historia de los siglos que han pasado. Estudiando esa escritura, los científicos de hoy pueden hacer cronologías de los periodos de cambio climático y de la afectación del ser humano en los ambientes en que vive. Todo queda escrito en piedra allí, como un dedo acusador que nos señala y nos acusa por la devastación inevitable de esos bosques.
En alguna medida, nos hemos convertido en los parásitos humanos que terminarán acelerando el curso de la vida, o de la muerte, de esos árboles longevos.
Impasibles, de la manera más estoica, nos miran desde sus refugios altos, recordando que tal vez nosotros somos descendientes de esos hombres que llegaron a estas tierras y que, desde entonces, hemos continuado sus caminos y enseñanzas de devastación; que somos herederos de una misión encaminada destruir por siempre la naturaleza.
Hoy esos guardianes se sienten impotentes para proteger a formas más pequeñas de la vida que han venido a refugiarse en sus regazos. Nada pueden contra la marcha del "progreso", que los va talando sin misericordia, sin permitirles esa muerte honrosa que las selvas siempre le otorgaron, permitiéndoles desfallecer en medio un abrazo natural y manso, como acogidos silenciosamente en la serenidad y en el silencio de los mismos suelos que les dieron vida. Allí donde nacían, también debían morir, para convertirse en ese bosque verde impenetrable que era hogar del hombre primitivo de la América.
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