Panamá
El sentido artificial de la esperanza
- Arnulfo Arias Olivares
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En 1950, el científico Kurt Ritcher llevó a cabo un experimento que, aunque cruel en apariencia, arrojó luz sobre el hábito de la esperanza.
En 1950, el científico Kurt Ritcher llevó a cabo un experimento que, aunque cruel en apariencia, arrojó luz sobre el hábito de la esperanza. Ratas eran colocados en envases de vidrio, suficientemente llenos de agua como para ahogarlos, que no les permitía escapatoria alguna. Al cabo de solo quince minutos de estar inmersas en el agua, sin posibilidades de salvarse, las ratas ya se daban por vencidas, como resignadas a morir.
En ese momento, justo antes de expirar, se les sacaba del envase, se les secaba y los animales se sentían reconfortados por haber sido salvados. Sin embargo, luego de pasado unos minutos, se les colocaba nuevamente en los mismos envases.
El científico notaba entonces algo extraordinario en la conducta de los animales; ahora abrigaban la esperanza de ser salvadas. Ya no se daban por vencidas en los primeros quince minutos, sino que luchaban por sobrevivir hasta por sesenta minutos. ¿Por qué? Ahora tenían esperanza.
La esperanza, entonces, parece ser algo artificial que le podemos enseñar a otras criaturas; increíblemente, los animales podrían aprender algo de nosotros, para variar. Pero en esos casos la esperanza es una forma de crueldad, por lo menos para aquellos animales que no pierden la fe de la bondad humana que termina superada por el hambre. Se les cría desde la incubadora, o se les suple la lactancia con un biberón, para llevarlos hasta el peso ideal en el que se convertirán en la materia de consumo, y quedarán distribuidos en porciones y en empaques plásticos, refrigerados luego en los congeladores del hogar tranquilo. Al final, puedo entender que, gracias a esas prácticas, ponemos la comida en nuestra mesa, pero no deja de ser una impactante realidad.
¿Será posible que todos, al final, se consagraran en vegetarianos? A estas alturas de la sociedad global, que alcanza ya los ocho billones de personas, eso probablemente nunca pasará. Pero lo triste es que usamos en nuestro favor ese grado de esperanza, que termina contagiando ese ganado que luego consumimos. Suena cruel y suena triste, pero es nuestra realidad. Los sentimientos también terminan siendo digeridos.
Sin duda, la hipersensibilidad del mundo actual, o de la senda que camina, llevará a futuras generaciones a distanciarse de los procesos crueles de la producción agroalimentaria, para hacer oídos sordos a los sacrificios tan sangrientos que al final son parte de esa industria. No es que el hombre del futuro llegará un día a ser más conmiserado con los animales que proveen esa demanda de productos cárnicos, sino que no querrá saber cómo se llega desde el nacimiento del producto tierno hasta el empaque plástico en el que se conserva y se consume.
En este gran laboratorio de la vida actual, vemos la tendencia antes descrita en esos cientos de miles de espectadores de desgracias que ahora sólo miran los drama de la vida a través de celulares, y se sienten muy seguros hasta gravando sin reparo las tragedias que los otros sufren, cubriéndose detrás de sus pantallas móviles, para subir después las tomas a esa red que está más llena de crueldad que todos esos miles espectáculos que los romanos pudieron ver en las arenas del antiguo Coliseo. La esperanza, al fin, parece ser el corazón del éxito masivo de la evolución de nuestra especie. Desde que las madres toman a sus crías en brazos y las llevan al calor del pecho, desde que el afecto familiar entibia nuestras vidas y la empatía de otros nos voltea a ver, somos como esas ratas de laboratorio del experimento cruel de Ritcher, porque se asienta en medio de nosotros, muy profundamente, la asimilación del hábito de la esperanza que se aprende.
Si se pierde esa esperanza, el hombre volvería sobre las sendas de la animalidad perfecta que sobrevive en él, sin esperar más nada de la vida de lo que podría proveerle sólo para sobrevivir.
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