El poder de sentirse poderoso
... lo único que hemos conseguido es dividir en más fragmentos una fragmentada sociedad. Nos hemos separado por sexualidades, aficiones, alimentos, razas y nacionalidades. Y sin verdaderos líderes nos veremos sumergidos en dominados y dominantes. Entre ciegos y tuertos.

Nos hemos convertido en parte de un mecanismo insensible e impaciente alejado de la clemencia. Foto: Freepik.
Las órdenes tienen un poder indeseado. Una capacidad para convertir en máquinas amorales a los individuos que las reciban. Producen un velo en el subconsciente y moldean el sentido común de los subordinados. Es esa habilidad para infiltrarse en la cabeza del dirigido y cegarle ante sus actos por lo que vemos atrocidades. Es por eso que muy pocos se rehúsan a desobedecer mandatos que en la vida común parecerían brutalidades. Es aquí de donde nacen las autocracias.
Es esta ablepsia que causa el seguir un encargo la causante de que guardias de campos de concentración vieran el pesar de millones de personas y no hicieran nada. Es por esto que se cometen genocidios. Es de ahí de donde sale el poder de los que comandan. De la fe ciega. Del hambre por cumplir el deber. Del sentimiento de responsabilidad y disciplina que se crea cuando a alguien se le capitanea. Esta es la sangre de ejércitos, agrupaciones y pandillas.
Durante la década de los sesenta, un grupo de científicos liderados por Stanley Milgram trataron de descubrir el porqué de esta ceguera. Pusieron a un grupo de voluntarios en una sala de control, ellos debían, según órdenes de los propios investigadores, castigar a un sujeto de prueba cada vez que este se equivocase en memorizar una serie de palabras. En realidad, el sujeto de pruebas era una grabación creada para probar los límites de la sensibilidad de los verdugos. El castigo era una descarga eléctrica que se agravaba con cada fallo. Se llegaron a voltajes mortales, pero ninguno de los voluntarios desistió de cumplir la orden de continuar; ni siquiera escuchando los alaridos de dolor del sujeto de prueba.
Y es que en lo que llevamos acompañados de la peste, con las restricciones que se han impuesto, con las órdenes que se han dado; hemos visto ejemplos de la peor faceta del ser humano. Una muestra más de la naturaleza de la maldad. Pero claro, todo esto era necesario para tratar de desbaratar la columna vertebral del apocalipsis que nos ha caído encima. Era imprescindible que se realizaran los recortes de libertad. Fue obligatorio. Requerido. Inevitable. El poder corrompe y más si este viene dado por un mandato de los de más arriba. ¿Qué sucederá cuando todo esto haya pasado?, ¿cuándo se acabe esta pesadilla y podamos retornar de nuevo a la tan ansiada normalidad? Se disculparán aquellos que cometieron vejaciones o utilizarán la excusa de que solo seguían órdenes. Es aquí donde nace la pregunta: ¿el fin justifica los medios?
Porque existe una carencia en este mundo; una virtud que fue esencial en la creación del imperio humano, pero que se ha quedado rezagada detrás de la parafernalia de la victoria de la maldad. El entendimiento. El acuerdo y la comunicación. Nos hemos convertido en parte de un mecanismo insensible e impaciente alejado de la clemencia. Hemos destrozado el debate y el acuerdo. El ácido suelo del desacuerdo no proveerá ni permitirá la germinación del futuro en comunidad.
Nos golpeamos el pecho con orgullo llamándonos “futuristas”, regocijándonos en nuestra propia mísera tristeza. Y sí, se conocen las barbaridades del pasado. Se sabe que nunca se ha conseguido esta tan ansiada proeza de un discernimiento común entre el mal y el bien, pero celebramos el presente como la victoria de la compasión sin conocer que, a pesar de los múltiples grupos que “luchan” por este fin, lo único que hemos conseguido es dividir en más fragmentos una fragmentada sociedad. Nos hemos separado por sexualidades, aficiones, alimentos, razas y nacionalidades. Y sin verdaderos líderes nos veremos sumergidos en dominados y dominantes. Entre ciegos y tuertos.
Ganador del premio del Fórum de Periodistas.
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