Crónicas en tiempos de encierro
No tengo piscina ni cancha de tenis. Ahora al amanecer, sencillamente salgo al patio con Frida y Chloe, mis afectuosos canes y camino 10,000 pasos.
- Jaime Figueroa Navarro
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- - Publicado: 28/3/2020 - 12:00 am
Hay que marcar firmemente las tildes en el antes y el después. Nos espera un incierto porvenir posterior a la pandemia mundial. Por ello pretendo marcar un escenario realista, ni positivo ni negativo, simplemente reflexivo.
La seriedad del momento obliga a la reflexión. Qué bueno que la mayoría aún contamos con el tiempo y la dicha de buena salud, no siendo así el caso con aquellos que sufren las calamidades del mal. Entonces contemos nuestras bendiciones, sin quejidos ni desasosiego.
Lo primordial, lo más importante, lo más responsable, es acatar las órdenes de las autoridades. Aquel que no lo hace es inconsecuente, totalmente ignorante de la seriedad del momento y debe pagar muy cara su ignominia.
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Obligados al encierro, aprovechemos la vivencia. Al alba, acostumbraba ir al gimnasio. Simplemente no iba a aceptar que los años tomaran su curso incondicionalmente.
Me resulta una responsabilidad cabal, para conmigo y mis familiares, mantener hábitos saludables, no simplemente achantarme en la hamaca y esperar que la inacción vulnerara el sistema inmunológico, invitando la enfermedad.
No tengo piscina ni cancha de tenis. Ahora al amanecer, sencillamente salgo al patio con Frida y Chloe, mis afectuosos canes y camino 10,000 pasos. Si, son las mismas vueltas, cientos de ellas, pero no importa, aquello mantiene la presión arterial bajo control, obligando la circulación y oxigenación de la sangre, optimizando la calidad de vida desde el inicio de la jornada.
Mi esposa trabaja en un hospital. Parte temprano. Le abrazo y bendigo, jamás pensando ni abiertamente ni para mis adentros que está expuesta. Ella merece mi amor, admiración, respeto incondicional y mucho más.
No se me ocurre, no se me pasa en mente, salir de mi domicilio. ¿Para hacer qué?
Todas las mañanas, anterior a mi caminata, subo al apartamento de mi madre Mercedes, quien cumple sus 95 abriles el 23 del próximo mes, bendecido por su presencia y su amor, espera en su mecedora del balcón para echarme los cuentos de su vivir. Le zampo un beso, agradeciendo a Dios por su buena salud y disposición. Juntos observamos los pajaritos que se asienten sobre las ramas del enorme pino frente al edificio.
Terminada mi caminata, descanso un rato hasta aplacar el sudor y bañarme. Cuento con un espacio en el apartamento, que le apodo mi oficina.
Allí paso interminables horas, de veras bien rápido transcurren, revisando noticias, redes sociales, comunicándome con familiares y amistades aquí y bien lejos. Leyendo, aprendiendo, porque nunca se deja de aprender y escribiendo, como lo hago ahora.
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No pretendo ser portador del coronavirus.
Al salir a la farmacia o el supermercado, lo hago a sabiendas que no siento ningún síntoma, si no, no salgo.
Aún así, porque existen muchos casos de personas asintomáticas, me lavo las manos con tanto ahínco, tan repetidamente, que están resecas.
A falta de mascarilla, porto un pañuelo que obtuve una vez para pescar. Mantengo mi distancia. Llevo mi botella de alcohol y mi toallita.
Le rocío generosamente antes de tocar cualquier superficie.
En la caja no pago en efectivo, siempre con tarjeta. La tarjeta también le humedezco anterior a insertarle en mi cartera.
El celular, ni hablar. Ese es motivo de constantes salpiques de alcohol a lo largo de la jornada. No me palpo el rostro. ¿Cuántas veces inconscientemente pasamos los dedos por la nariz, la boca, los ojos?
A todo esto, existe un antes y un después.
Si me toca, me tocaba, pero no será por falta de previsión. Y a sabiendas que me tocaba, menos portador a otros.
Reflexiono, a pesar de todas las pesadillas, las enormes bendiciones que nos rodean.
Podemos perder el auto, podemos perder la vivienda. Esas son cosas materiales. No perdamos la dulzura de carácter, el buenos días de una madre y la dicha de vivir.
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