Panamá
Contando los lagartos en los playones del Chiriqui Viejo
- Stanley Heckadon-Moreno
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Desde niños éramos diestros en nadar, bucear y gobernar con botes a palanca y canalete. Sin electricidad, acueducto, puesto de salud, escuelas, carreteras o tiendas éramos felices. Sólo con contemplar el Volcán Barú donde nacía el río.

En mi infancia a inicios de la década de 1950 ansioso aguardaba el viento norte, inicio del verano y las vacaciones escolares. Hora de retornar a casa, la finca de mis abuelos maternos, a orillas del remoto, selvático, caudaloso y cristalino Chiriquí Viejo. Volvería a explorar las selvas y ciénagas con mis primos, pescar por las empalizadas con cuerdas de algodón teñidas con raíces de mangle.
Desde niños éramos diestros en nadar, bucear y gobernar con botes a palanca y canalete. Sin electricidad, acueducto, puesto de salud, escuelas, carreteras o tiendas éramos felices. Sólo con contemplar el Volcán Barú donde nacía el río. Admirar los amaneceres y atardeceres sobre sus selvas, el canto de las aves, el rugido de los aulladores y disfrutar el subir y bajar de las mareas. De noche, sentarnos en el barranco a escuchar los cuentos de los chiricanos.
Por tierra la única vía era el camino real que conectaba con Divalá, con La Pita y su estación del tren y Alanje. En invierno el camino real era intransitable por sus hondos lodazales. A inicios del verano aparecían viajeros que iban rumbo al Salao de los Guabos donde por tres meses harían sal. Cuando emergían al otro lado del río, me ganaba unos reales cruzándolos en el bote de la casa por el llamado Paso de los Moreno.
El río era nuestra vía de comunicación principal. Un viaje largo y arduo viaje en bote, a palanca y canalete. Tomaba días planificarlo, calculando las mareas y el estado del tiempo.
El punto más peligroso era justo antes que el río saliese a la mar, donde se le unían las aguas del Duablo y el río Piedra, formando la peligrosa barra de la Boca de los Espinos. De lejos veíamos como se iban levantando mar afuera grandes olas, si era plea mar o mar de leva, que al acercarse se encrespaban y lanzando su estela de espuma blanca se estrellarse contra los manglares. Fácilmente volteaban un bote.
Real era el miedo a los tiburones. Para nosotros La Boca, como el río, tenía personalidad. Como una persona. La noche previo al zarpe escuchábamos el sonido de las olas para saber si ella estaría brava o mansa. Si nos dejaría pasar. Tan pronto ocurría un celaje, la corta calma entre un juego de rompientes y otro, rezábamos y dándole duro a las palancas y canaletes cruzábamos La Boca. Luego subíamos el río Piedra, con su fondo pleno de hermosas piedras azulosas y sardinas de colores, hasta donde subía la marea, un sitio llamado el Embarcadero de Canta Gallo y ubicado en la finca de don Goyo Morales, pariente alanjeño de mi abuela.
Al no existir un sistema de transporte público fijo mi abuelo, con su visión y ahorros, compró fiado en David un camioncito Fargo, primero en verse por los arenosos caminos de Alanje. Don Goyo gentilmente nos dejaba guardarlo en una de sus galeras. Con este camioncito salíamos a vender plátanos a tiendas de lugares lejanos como las de Bugaba, Boquerón y Boquete. A dos dólares el ciento.
De vuelta a Canta Gallo bajábamos el rio Piedra, cruzábamos La Boca y ascendíamos el Chiriqui Viejo. A siete vueltas río arriba de La Boca estaba la finca. Al navegar admirábamos las criaturas a orillas de los árboles de los ríos, sus aves, aulladores y monos tití comiendo guabitas de mono, las iguanas, los ágiles morachos que a velocidad cruzaban el rio corriendo sobre el agua.
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Un inolvidable pasatiempo era adivinar cuantos lagartos o cocodrilos toparíamos asoleándose en los playones del Chiriqui Viejo. Al doblar una vuelta aparecían sobre los areneros, como troncos de árboles arrojados por las crecientes, los grandes lagartos. Cuando escuchaban el ruido de las palancas y canaletes abrían los ojos, lentamente se paraban sobre sus cortas patas y con asombrosa agilidad corrían lanzándose al agua y pasando justo bajo el bote. Era todo un espectáculo. Yo, temeroso me arrimaba entre mis tías, por si acaso.
El conteo de los lagartos comenzó a cambiar al comprar mi abuelo el primer motor fuera de borda que se vio por estos ríos. Su ruido los ahuyentaba y no aguardaban que el bote se acercara. Un día aparecieron en una piragua dos lagarteos chocoanos. Comenzaron a cazarlos con gruesos anzuelos, rifles y arpones. Secados los cueros que vendían a una curtiembre en Panamá Viejo la cual hacía artículos para turistas. Solo estos dos chocoanos acabaron con los lagartos grandes, luego los medianos y eventualmente los chicos. Así se extinguieron estas criaturas que por milenios habitaron este rio.
No imaginaba entonces que cuatro décadas después docenas de hidroeléctricas se adueñarían de las aguas del Chiriqui Viejo y el Piedra. Que sus selvas cortadas y drenadas sus ciénagas para cultivar guineos y luego palma africana.
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