Panamá
Como pez fuera del agua
- Arnulfo Arias Olivares
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En nuestro interior se respeta el paso de gallinas que se internan en la vía, y uno sabe que es un animal doméstico, de utilidad en el hogar.
Hace un tiempo, manejando por la Avenida Balboa de la ciudad de Panamá, me tocó ver una gallina, claramente nerviosa, atrapada en medio de una isleta que divide esas seis, o más, vías.
¿Cómo llegó allí? Eso nunca lo sabré, pero lo cierto es que se encontraba sola, fuera de lugar, sin saber qué hacer o a dónde ir, con la vida colgándole de un hilo y rodeada por un tráfico insensible, que la confundía tal vez con un gallote del Mercado de Mariscos.
En nuestro interior se respeta el paso de gallinas que se internan en la vía, y uno sabe que es un animal doméstico, de utilidad en el hogar. En la ciudad, sin embargo, un animal de granja no encuentra conmiseración alguna. A lo sumo, la mayoría de conductores de esa vía veían con sorpresa, pero sin compasión, al pobre animalito confundido. Prevalecía, el fin, una evidencia de sorpresa mutua.
Los paralelos no podrían ser menos adecuados, tal vez, pero son más que precisos. Con frecuencia encuentro hombres de campo, endurecidos por faenas de sustento agrícola y trabajos en sus tierras, que se enfrentan a las sombras del camino oscuro sin el más mínimo asomo de temor, pero le tienen miedo real al área urbana.
Desconfían del citadino y de sus intenciones, y no entienden las ausencias de saludo y de cordialidad, o la celeridad de máquina en el trato de cajeras de comercios, que no tienen tiempo para darles su opinión de lo que compran.
Definen la ciudad, cualquier ciudad, como un lugar hostil, sin solidaridad y hasta grosero.
En el área urbana de cualquier ciudad importante se da el mismo fenómeno. Pronto los comercios dejarán en el olvido usos de buen trato y de modales al prestar algún servicio o vender alguna mercancía plastificada. Todo corre por el corredor del dólar y el reloj de productividad está cronometrado, fríamente.
Cuando el residente de los campos llega a las ciudades siente el choque cultural y nada lo acostumbra, si es adulto ya, a los ruidos de motores que retumban, o a las bocanadas de humo empetrolado de los mofles, a la mirada desconfiada que recibe de cualquier persona a la que le sonríe amablemente. No se trata de conductas de mayor o de menor civismo, según se sea el campo o la ciudad.
El hombre citadino que va al campo por primera vez también se espanta ante la vista de alguna serpiente inofensiva y se cree sobrevenir la muerte si lo pica un alacrán; se siente inquieto ante sonidos "plácidos" que no conoce, como la cigarra que comienza a rasguñar el viento ante la cercanía de lluvias, o los grillos que le gritan a los cielos estrellados, o los búhos que sueltan su lamento tenebroso que revolotea en la oscuridad.
El que no ha sentido cerca del oído el aleteo rápido de los murciélagos o la tenacidad de la garganta tempranera de los gallos, también requiere de algún grado comprensivo y natural de adaptación al campo.
Se trata de dos mundos que se encuentran, aún sin comprenderse; y todavía podemos apreciar aquí la realidad que se ha extinguido ya en muchos países industrializados, ante la devastación certera de lo que antes fueron las campiñas. Todavía gozamos de esa vida en la que el hombre de los campos puede dejar atrás su corazón allá en su tierra y trabajar con la cabeza en las ciudades, atesorando la nostalgia de volver un día.
Se conserva aquí la dualidad del hombre dividido, que aprecia las comodidades obvias de la vida en las ciudades, en donde puede hacer la compra de algún medicamento urgente, sin importar la hora, pero que atesora la querencia de los campos, aunque en ellos no encuentre transporte a ciertas horas, aunque los centros de salud estén cerrados, aunque no haya luz eléctrica, y los ríos aíslen a la población en las crecidas, aunque la vida sea tan dura que el trabajo se haga una costumbre muy temprana.
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