Castigo I
- Alonso Correa
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La piedra, áspera y enmugrecida, contrasta con el brillante ardor de las llamas. Valles de lastimeros quejidos enmudecen los alaridos de los que sufren condena, las cadenas ladran bajo las huracanadas ráfagas de viento. El sufrimiento se respira debajo de los kilos de azufre y muerte que exhuma este terreno maldito. El Poeta, abrazado a su padrino, escapa escoltado por dos ángeles. La Bestia sonríe satisfecha de su pérfida obra. El reino del mal se alza en ascuas para dar cabida a los millones de almas que caen en desgracia. Millones de historias que terminan sumidas en los ríos de lágrimas y fuego. O eso fue lo que nos contaron algunos genios literarios en sus parodias y comedias. Un sitio que acoge a los malvados, a los degenerados, a los malditos y a los desgraciados. Ese castigo eterno, esa maldita conclusión, se ha ido amoldando en una bacanal de hedonismo, en una fiesta, en una sociedad para los que quieren ir a contracorriente.
Y ese nuevo significado, esa descripción moderna del final del camino, ha hecho de lo que en un principio debía ser aquello que nos guiara lejos de ese destino, ahora parece más un premio que un castigo. La necesidad imperativa e intrínseca de tergiversar aquello que se escucha, se ha demostrado demasiado corrosiva hasta para los cimientos mismos de las costumbres. Porque, exista o no, la idea primigenia, la semilla primitiva de su concepción era romper con la igualdad natural de la vida. Era poder salir de la injusticia de la vida y la imparcialidad de la muerte. El nacimiento de este escenario servía como un velo en memoria de la víctima y una muesca en el legado del victimario. Ahora, su flamante acepción ha hecho que ricos y pobres, jóvenes y viejos, observen en ese antiguo y mundano lodo, un festival de alegría y gozo.
Las masas, movidas por el encanto del canto de las sirenas, naufragan entre la miseria y el hedonismo más abyecto. Los placeres más grandes y los horrores más abyectos están apenas separados por la delgada línea de la integridad, ¿qué es de aquellos que no esperan nada más que disfrutar de cada segundo que se pueda y que entienden que aun después de vencido el tiempo en este plano, el deleite no cesará?, ¿qué le impide a aquellos que se abandona en nocivos regocijos cometer los más horrendos crímenes para alimentar sus fantasías?
Pero, ¿y si nada es como nos lo han contado?, ¿qué se puede esperar del infierno, oscuro y frío? La carne putrefacta se torna en lodo, piedra y polvo. La memoria se desvanece en historias, rumores y anécdotas, pero el alma, inmortal y eterna, se queda postrada bajo kilómetros de pesada oscuridad. Inerte, inamovible, inaguantable e interminable negrura que quema y que se adhiere a toda la esperanza que nace del espíritu humano. Ahí, escondido, oculto, entre el abandono y la lástima. No, el infierno no son llamas pegajosas y quejumbrosos alaridos, no, es muchísimo peor. Es la nada absoluta, la soledad más aterradora.
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