Alegría embotellada
- Alonso Correa
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Ahora tenemos todo a nuestra más pronta disposición, sexo, comida, distracciones; cubrimos toda, o casi toda, la pirámide de Maslow.
El aroma de una lluvia lejana inundando la tierra, la brisa marina arrancando el agobio de la playa, fruta madura cubriendo de dulzor tu paladar, una sonrisa de complicidad entre amantes, la caricia de la voz de quien te quiere.
Los ejemplos se alargan hasta un horizonte cubierto de posibilidades.
Desde las más tiernas nimiedades hasta los más perversos pecados, la variedad de situaciones, de azares, de lujos y de caprichos que nos dan felicidad es una larga cadena de infinitas combinaciones. Le huimos al embrujo debilitante de la vida que se nos escapa con los pequeños segundos donde vivimos nuevamente, esos momentos en el que sentimos que el tiempo se detiene y renacemos bajo una nube de placer.
Pero la agonía asoma, la angustia de saber que el momento se acaba, la amargura de conocer la muerte del placer. El problema está escondido en la letra pequeña, disimulado entre tanta inmundicia. Los tiempos modernos, los segundos actuales, son el imperio de un hedonismo descontrolado y desregulado que desdibuja el equilibrio. Estamos envueltos por un sudario de placeres inmensos, de disfrute perpetuo que busca arrancarnos de nuestra consciencia. Fundimos la realidad de vivir en un mundo imperfecto, pero real, con la utopía de universos binarios. Y esto no es una crítica a los tiempos en los que vivimos, eso es un tópico vacuo. Pero tal vez algo de luz en este tema desvele los traumas de una sociedad condenada a sufrir placenteros castigos.
Ahora tenemos todo a nuestra más pronta disposición, sexo, comida, distracciones; cubrimos toda, o casi toda, la pirámide de Maslow con poco más que un par de movimientos de los dedos. Y eso, de nuevo, no está mal, o del todo mal. Pero no sabemos equilibrar la balanza, somos mortales, al fin y al cabo, y nos gusta el gozo. Nos bañamos en las dulces aguas de Ogigia y pasamos la eternidad con Calipso, perdimos nuestro rumbo y nos alejamos de nuestro hogar.
Esa es la razón del nacimiento de tantos grupos de "ayuda", tantas pandillas y hermandades. Los jóvenes, los más afectados por la plaga de placeres, buscan un sentido en este trémulo mar y solo encuentran frustraciones y desesperanza. Esos perdidos en las oscuras aguas donde su Argos naufraga son rescatados por petits tyrans con ínfulas de Manson. Los recogen y los acogen para formar parte de su cuadrilla. Y aquello que dicen tampoco es nuevo, llevamos por lo menos 5000 años debatiendo acerca de lo mismo.
Porque la alegría continuada desemboca en tristeza crónica. No estamos hechos para sufrir de un gozo ininterrumpido. Porque el alcohol emborracha, la comida llena y el sexo cansa, pero todo con desmesura se convierte en una necesidad y pierde la mística que nos hacía felices. Repetimos el ciclo una y otra vez, día tras día, para aguantar el peso de una necesidad artificial, de un gusto culposo convertido en parásito.
Porque no podemos sobrevivir al tedio del día sin aquello con lo que rebajamos el filo de las horas. Lo que nos hace refugiarnos en la satisfacción es el haber perdido el control, habérselo entregado a aquellos deleites. Pero el recuperarlo está a una decisión de distancia, está a un paso que no es fácil, pero sí muy apetecible. Lo expresaban los Vedas y la Biblia, los estoicos y los sadhus, Sócrates y Buda, el control del propio ser, la imposición de la razón sobre el sentimiento hace que este diminuto tiempo que es nuestra vida se convierta en un paseo mucho más soportable. Una vez nos pongamos nosotros antes que a la más vana distracción, entenderemos que esta vida por la que transitamos no es más que la consecución imperfecta de nuestras propias sentencias.
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