Tienen derecho a una última comida, antes de ser ejecutados
- Jay Rayner
Los condenados a muerte tienen derecho a elegir una última comida. Lo que han pedido, llama la atención.
El 1 de octubre, a Russell Bucklew le sirvieron un gyro, un sándwich de brisket ahumado, dos porciones de papas a la francesa, un refresco de cola y un banana split. Lo sabemos porque, poco después de que fuera ejecutado por inyección letal a las 18:23 horas de ese día, el Departamento Correccional de Missouri dio detalles de su última petición de comida a los periodistas.
A lo largo de dos décadas como crítico de restaurantes en periódicos en Gran Bretaña, frecuentemente me han invitado a imaginarme en el corredor de la muerte. Siempre les digo a mis entrevistadores que yo habría perdido el apetito.
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Hay artículos académicos como el del 2007 de Daniel LaChance, de la Universidad de Minnesota, quien argumentaba que permitir a los condenados a muerte elegir una última comida los retrataba como “actores autónomos, dotados de individualidad”. Los hacía ver como “monstruos deliberados que son intrínsecamente diferentes por elección”. Eso ayudaba a sustentar la pena de muerte al enfatizar la idea de que la merecían.
Otro artículo, publicado en 2012 por la revista Appetite, analizó 247 últimas comidas. La comida promedio era de 2 mil 756 calorías, pero cuatro habían superado las 7 mil. El 70 por ciento pidió comida frita. Muchos pidieron marcas específicas. Tres pidieron Coca Light.
Estos estudios se sitúan junto a representaciones populares, como el recetario del 2004 de Brian D. Price, un exrecluso de la prisión de Texas que preparaba últimas comidas. Lo tituló “Meals To Die For” (Comidas Para Morirse).
El fotógrafo neozelandés Henry Hargreaves se puso a recrear últimas comidas en su departamento en la ciudad de Nueva York y a fotografiarlas. Allí estaba el pedido de helado de menta y chocolate que hizo el bombardero de Oklahoma City, Timothy McVeigh. Allí estaba la cubeta de pollo frito que pidió el asesino en serie John Wayne Gacy.
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“Quería que la gente las viera y pensara en las problemáticas involucradas”, dijo Hargreaves, cuya muestra “No Seconds” (Sin Repetir) fue exhibida en la Bienal de Venecia del 2013.
Salvo por “Last Supper” (Última Cena), un documental del 2005 de los cineastas suecos Mats Bigert y Lars Bergstrom con testimonios de guardias carcelarios de Tailandia, Sudáfrica y Japón, el material es estadounidense. Esto puede deberse a que muchos países que imponen la pena de muerte, como China, Irán y Arabia Saudita, no tienen una prensa libre para informar de los detalles. Más de 50 naciones tienen la pena de muerte.
La fascinación en Estados Unidos proviene, en parte, de una cultura obsesionada con los crímenes de la vida real, dijo Ty Treadwell, autor del libro “Last Suppers: Final Meals From Death Row”, publicado en el 2001. “La gente se interesa por vidas muy diferentes a la suya, ya sean las Kardashian o los condenados a muerte”, dijo.
Robert Dunham, del Centro de Información sobre la Pena de Muerte, un grupo sin fines de lucro que provee análisis, describió el interés por las comidas del corredor de la muerte como “sensacionalismo voyeurista”.
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Es, dijo, una “resaca vestigial” de los días en que los ahorcamientos y linchamientos eran eventos públicos. “El hecho de que las ejecuciones se hayan trasladado al interior no ha eliminado el morbo que las acompañaba en el pasado”.
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