La razón por la que Marieke Vervoort decidió morir
Vervoort había invitado a sus seres queridos a su hogar por el más desgarrador de los motivos: en tres días, tenía una cita para morir.
- Andrew Keh
- - Publicado: 22/12/2019 - 08:00 am
Se llenaron copas de champaña hasta el borde y pasadas por la habitación. Docenas de personas se encontraban de pie en el atestado departamento de Marieke Vervoort, llenas de incertidumbre respecto a qué hacer. Ella les había asegurado que ésta era una celebración. Pero no se sentía así.
Once años antes, Vervoort había obtenido la papelería para someterse a eutanasia asistida por un médico. Había estado luchando con una enfermedad degenerativa de los músculos que le robó el uso de sus piernas, la despojó de su independencia y le causaba un dolor constante. Los documentos le habían devuelto cierto sentido de control. De acuerdo con las leyes belgas, estaba libre para poner fin a su vida en cualquier momento que eligiera.
Sin embargo, en lugar de eso, ella se aferró a la vida con un nuevo vigor.
A los pocos años, llegó a alturas inexploradas en su carrera como corredora de velocidad en silla de ruedas. Se volvió una celebridad en el país y en el extranjero, apareciendo en periódicos y revistas internacionales, y concediendo entrevistas en programas de televisión. Viajó por el mundo contando la historia de su vida, en una narrativa inspiracional.
Pero aún tenía ese documento. Y ahora, tras más de una década de incertidumbre, dolor y alegría, de abrir su vida privada a amigos y desconocidos, de inspirar a otros, de fastidiarlos, de desear el fin de su vida y al mismo tiempo temerosa de ello, Vervoort había invitado a sus seres queridos a su hogar por el más desgarrador de los motivos: en tres días, tenía una cita para morir.
“Es un sentimiento extraño, muy extraño”, dijo Odette Pauwels, su madre, mientras echaba un vistazo a la fiesta. Los invitados de Vervoort daban sorbos a sus bebidas y charlaban, batallando para complacer la petición que les hizo de que todos estuvieran felices. Hubo brindis. Hubo gemidos de angustia. También había una leve sensación de incertidumbre en el aire: una pregunta no verbalizada de si éste realmente era el fin, y una diminuta esperanza de que pudiera no serlo.
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Habían pasado casi tres años desde que dos periodistas de The New York Times —la fotógrafa Lynsey Addario y yo— empezamos a pasar tiempo con Vervoort para hacer una crónica del final de su vida, para observar a una atleta de alto nivel tomar el control de su destino en un modo extraordinario. Había estado a punto de programar su eutanasia en múltiples ocasiones, pero siempre había hallado una razón para postergarla, variando entre su creciente dolor y los pequeños logros que podía experimentar en el tiempo que le quedaba.
“Sigues albergando la esperanza de que algo más sucediera, que cambiara de opinión”, dijo Jan Desaer, uno de los mejores amigos de Vervoort. “Conoces la fecha, pero lo niegas. No crees que sea real”.
Esta vez, Vervoort, de 40 años, parecía decidida.
“La espero con ansias”, dijo acerca de su muerte. “Espero por fin descansar mi mente, por fin no tener dolor”.
Los invitados al departamento de Vervoort en Diest, una tranquila ciudad a 45 minutos en auto al este de Bruselas, estaban rodeados por recordatorios de sus logros: cuatro medallas de los Juegos Paralímpicos; botellas de champaña de celebraciones anteriores; trofeos en el alféizar de la ventana. En una pared había tres fotos enmarcadas de ella sujeta a una silla de ruedas de carreras. En la primera aparece con una expresión de esfuerzo en su rostro. En la segunda, sus bíceps sobresalen mientras agita los brazos con alegría. En la tercera, sonríe de oreja a oreja con una medalla de oro en la mano. El tríptico captura el momento en que Vervoort catapultó a la fama: la meta de la final de 100 metros femenil en los Juegos Paralímpicos de Londres en el 2012, donde frustró una arremetida tardía de la campeona defensora, Michelle Stilwell, para llevarse la medalla de oro.
Vervoort cautivó a sus fans con su poder en la pista y los encantó con su entusiasmo puro más allá de la línea de meta. Su colorida personalidad también ayudó, igual que la presencia de su perro de ayuda, Zenn.
El dolor
Lo que había empezado para Vervoort como una infancia feliz —padres amorosos, una hermana menor, días largos practicando deportes— se había complicado para sus años de adolescencia cuando apareció el dolor. En un principio se presentó como un hormigueo en los pies, que con el paso de los años se convirtió en un dolor que subía ardiendo por las piernas, y que le restaba fuerzas. Pasó su adolescencia en muletas. A los 20 años estaba en silla de ruedas.
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Los médicos le pusieron etiquetas a su condición —distrofia simpática refleja, cuadriplejía progresiva— y notaron una deformidad entre su quinta y sexta vértebras cervicales. Pero nunca pudieron comprender del todo por qué había empezado el dolor, por qué su vista estaba fallando o por qué estaba teniendo convulsiones.
Al ver frustrados sus sueños de convertirse en maestra, Vervoort, siendo una veinteañera, había encontrado significado en los deportes: basquetbol en silla de ruedas, buceo, triatlones. Pero el dolor constante y el miedo la hundieron en una profunda depresión. A los 29 años, decidió que su enfermedad era una carga demasiado pesada. Empezó a acumular pastillas en casa.
Un psiquiatra le sugirió hablar con el doctor Wim Distelmans, principal defensor de la eutanasia en Bélgica. El derecho de poner fin a la vida propia con la asistencia de un médico ha sido legal allí desde el 2002, para pacientes que exhiben una condición médica “sin esperanza” con sufrimiento “insoportable”. Bélgica, país de 11 millones de habitantes, tuvo 2 mil 357 pacientes que se sometieron a la eutanasia en el 2018.
Hasta entonces, dijo Vervoort, la perspectiva de la eutanasia nunca le había cruzado por la mente. En sus mejores días, aún acogía la vida casi como una niña. La gente se sentía atraída a ella, a sus bromas, a su risa fácil.
Distelmans le otorgó la aprobación preliminar para poner fin a su vida. Agregó, sin embargo, que ella no parecía estar completamente lista. Ella coincidió.
“Simplemente quería tener el papel en mis manos para cuando llegue el momento en que esto sea demasiado para mí, cuando, día y noche, alguien tenga que cuidarme, cuando sienta demasiado dolor”, dijo. “No quiero vivir así”.
Tomando el control
En el relato de Vervoort, los documentos le permitieron recuperar algo de control. Se descubrió abordando los deportes con un diferente nivel de enfoque. El dolor seguía allí, pero se imaginaba usándolo como combustible. Sus días ya no eran consumidos con pensamientos oscuros sobre cómo terminaría su vida.
Junto con el oro en Londres, ganó una plata en los 200 metros. Después de eso llegaron tres oros en el campeonato mundial del 2015 en Doha, Qatar, y luego una plata y un bronce en los Juegos Paralímpicos 2016 de Río de Janeiro. Fue nombrada Gran Oficial de la Orden de la Corona por el Rey Felipe, uno de los máximos honores de Bélgica.
Durante los Paralímpicos de Río, la historia de su vida fue distorsionada. Un periódico en Bélgica había publicado que ella estaba considerando la eutanasia. El reporte fue tomado por otros medios, y cada vez más fue presentado con tintes sensacionalistas.
“’Iré por el oro, luego me mataré’, dice aspirante paralímpica”, destacaba el encabezado de un tabloide británico, algo que Vervoort nunca dijo.
Decidió corregir las cosas en una conferencia de prensa. No, dijo, no planeaba quitarse la vida inmediatamente después de la competencia. Pero, agregó, era cierto que lo haría algún día, y el saberlo le estaba ayudando a abrirse paso a través de su dolor y depresión. Más países deberían permitir el suicidio asistido por un médico, declaró.
Contacté por primera vez a Vervoort en el otoño del 2016, unos meses después de su regreso de Río. Estaba ansiosa por compartir su historia. En los tres años siguientes, permitió que Lynsey y yo documentáramos el último capítulo de su vida.
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La visitamos en su hogar y en el hospital, la seguimos en mandados por la Ciudad y en viajes al extranjero. Quería que la gente viera todo el panorama de su vida, el dolor y la tristeza y el esfuerzo oculto tras las imágenes inspiracionales y las pláticas motivacionales, la profunda soledad debajo de los chistes y la risa.
Mientras acompañaba a Vervoort en Japón en la primavera del 2017, la vi hervir de rabia una tarde tras verse obligada a arrastrarse por el piso de un atestado autobús turístico no equipado para sillas de ruedas. Esa noche, se marchó temprano de una cena grupal para poder abordar el autobús antes que nadie.
Un año después, me senté en su departamento. Vervoort había recibido un desfile de visitantes durante toda la tarde, y ahora intentaba calmarse. Platicamos sobre sus relaciones pasadas: cómo empezó a salir con mujeres cuando tenía 30 años, cómo esas relaciones habían fracasado y su creencia de que, quizás, era más feliz sin compañía. “Estoy sola”, dijo, “pero me gusta”.
Descenso
Si los Juegos Paralímpicos de Río fueron una plataforma de lanzamiento para su fama, su secuela, su retiro oficial, simbolizaría un giro hacia lo oscuro. El dolor se intensificó. Durante mucho tiempo, había viajado con una caja de herramientas verde traqueteando de pastillas, pero para mediados del 2017 era abiertamente adicta a la morfina. Sus días se volvieron una sarta de estancias en el hospital, tratamientos para el dolor y siestas inducidas.
Sus padres lloraban al verla sufrir. Pero también vivían con el temor de recibir una llamada diciéndoles que ella había hecho, por fin, planes definitivos para realizar el procedimiento. La postura de ellos en cuanto a la eutanasia se complicaba más a medida que su hija se acercaba a ella. “No lo apoyamos”, dijo su padre, Jos Vervoort, “pero lo comprendemos”.
Vervoort pasaba el tiempo con amigos, llenando los espacios a su alrededor con risas. Pero las exigencias de la vida cotidiana cada vez más provocaban en ella un agotamiento.
“Realmente trato de disfrutar las cosas pequeñas”, dijo. “Pero las cosas pequeñas se están volviendo muy pequeñitas”.
Escoger un día para morir resultó difícil. Más allá de las preguntas existenciales, había conflictos como cumpleaños que complicaban la agenda. Escribió docenas de cartas de despedida. Planeó su funeral.
Vervoort convocó con poca anticipación su fiesta de despedida para un sábado de octubre. Tenía programado morir el martes siguiente.
Con docenas de personas en su hogar, Vervoort apenas se movía. Uno a uno sus invitados se agachaban para verla a los ojos, apretarle la cabeza y murmurarle al oído. Después de la fiesta, pidió que la regresaran al hospital; las oleadas de emoción se habían vuelto demasiado.
Tres días después, sus padres la llevaron a casa para morir. De regreso en su departamento, otro pequeño grupo de gente estaba reunido, pero Vervoort parecía sólo parcialmente consciente de su presencia. Sostuvo a su sobrino, Zappa, el primer hijo de su hermana, que tenía menos de un mes de nacido. Había programado su muerte para después de su nacimiento, para poder conocerlo. Luego se quedó dormida.
Cuando Distelmans llegó dos horas después, la mayoría de las visitas se había retirado. Vervoort pasó un último momento con sus padres, su madrina y dos de sus mejores amigos.
“¿Estás segura de que deseas continuar?”, le preguntaron. “Sí, quiero continuar”, contestó.
La hora de la muerte fue registrada a las 20:15 horas.
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