El mundo artístico canadiense se ve opacado por problemas sociales
Canadá se caracterizaba mucho por el arte, pero el poblado de ahora se encuentra plagado de pobreza, alcoholismo y abuso doméstico.
- Catherine Porter
- - Publicado: 11/11/2019 - 12:00 pm
CABO DORSET, Nunavut — Horas antes de volar a su exhibición de debut en Toronto, Ooloosie Saila, una estrella ascendente en el mundo artístico canadiense, estaba escondida en la habitación de su abuela en el borde congelado del Océano Ártico, encogiéndose de miedo.
Entre ella y el futuro se interponía un familiar abusivo que estaba borracho y enfurecido, otra vez. Empacó frenéticamente, sacó a sus dos pequeños hijos de la cama y huyó en la noche.
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Cuatro días y 2 mil 300 kilómetros después, Saila, de 28 años, se encontraba en la galería Feheley Fine Arts en Toronto, donde la multitud aclamaba su “uso arrojado” del color y el espacio negativo.
En Saila, muchos podrían ver a una artista consumada siendo festejada por sus retratos del paisaje inuit: una joven indígena que está triunfando.
Sin embargo, el mundo al que regresó después de la inauguración está plagado de pobreza, alcoholismo y abuso doméstico.
Cabo Dorset —una comunidad de unas mil 400 personas en una bahía abrazada por montañas bajas— es sinónimo de arte en las mentes canadienses. Los artistas locales producen obras que decoran las paredes de oficinas corporativas y de las residencias de los ricos.
Si alguna localidad pudiera escapar de las ataduras de la pobreza que han definido a la vida indígena en Canadá, debería ser Cabo Dorset. Pero casi el 90 por ciento de sus residentes vive en viviendas públicas que están en ruinas y atestadas de gente. Abundan los suicidios.
Los inuit de Cabo Dorset alguna vez fueron miembros de un cultura de caza donde todos desempeñaban un papel. Vivían de la tierra al 100 por ciento. Luego, el Gobierno los atrajo con promesas de vivienda permanente y escuela. Las autoridades notaron las habilidades artísticas de los inuit, y pensaron que podrían ofrecer una forma de ganarse la vida.
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En 1959, los artistas crearon una cooperativa con un consejo encabezado por inuits. En el centro del poblado está un símbolo del éxito de la cooperativa: un nuevo y moderno centro cultural de 9.8 millones de dólares con estudios de arte y la primera galería de la aldea.
Llegan artistas a raudales al centro cultural, con sus obras en mano, buscando recibir pago. La cooperativa los compensa sin importar si puede vender o no su obra.
Según un cálculo del Gobierno, la mayoría de los artistas en el territorio gana sólo 2 mil 80 dólares al año. Una vez descubiertas, a las estrellas se les paga más. Un puñado de artistas supera los 75 mil dólares al año. Pero son raras excepciones.
“Si trabajas así de duro, eso es lo que podría suceder”, dijo el subgerente Joemee Takpaungai a un artista, Johnny Pootoogook, que trabajaba en un dibujo de cinco hombres tocando el tambor. Era un recuerdo de su reciente estancia en la cárcel.
El padre de Pootoogook, Kananginak, quien ayudó a fundar la cooperativa, se volvió un artista tan exitoso que su obra encabezó la Bienal de Venecia. Pero Johnny, de 48 años, ha caído presa del abuso, la depresión y el alcohol.
El arte ha sido una constante para él, pero aún espera su primera exhibición. “Quiero contar la vida de los inuit aquí”, dijo. “No todo es bueno”.
De hecho, algunos culpan al arte de los problemas del pueblo. “A veces, cuando reciben una buena cantidad de dinero, lo usan para tener acceso a drogas y alcohol”, dijo Timoon Toonoo, alcalde de la aldea.
Un día hace cuatro años, Saila apareció en el estudio de la cooperativa y pidió algo de papel. Con el tiempo, Bill Ritchie, que entonces era gerente del estudio, la impulsó a intentar hacer paisajes.
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El resultado fueron obras de 5 metros tan densas con lápices de colores, “que casi puede uno leerlas como Braille”, dijo Ritchie.
Saila exhibió algunos de sus dibujos en una feria internacional de arte, y la respuesta fue tan entusiasta que planeó una exhibición en solitario en Toronto.
“Nunca pensé que podría vender dibujos”, dijo Saila. Se vendieron los tres más grandes y más caros, cada uno de más de 3 mil 700 dólares.
Una noche de junio, Saila estaba sentada a la mesa de la cocina, coloreando su paisaje más reciente. Sus hijos por fin se habían dormido, así que podía trabajar.
Habían pasado tres meses desde su inauguración artística. ¿Qué había cambiado en su vida?
“Nada”.
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