Algunos lo llaman artesanía, pero es arte
- Guy Trebay
“Nuestro tipo de trabajo fue etiquetado como chicha (una actividad informal), pero es mucho más importante que eso”, dijo Fernando Ernesto Castro Chávez, sobre la fusión de tradiciones populares urbanas e indígenas.
SANTA FE, Nuevo México — ¿Quién puede hacer arte? Esa interrogante fue planteada hace poco por Luke Syson, director del Museo Fitzwilliam, en Cambridge, Inglaterra.
Al preguntarlo, Syson estaba agregando su voz a un creciente coro de profesionales de museos que están desafiando las jerarquías tradicionales de la producción artística. En este caso, Syson hablaba del oficio poco conocido del tallado de marfil, pero de manera más general, sobre la importancia de reconocer a artistas talentosos cuyo trabajo muy a menudo es relegado al estatus inferior de artesanía.
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Al hallarme en esta elevada ciudad desértica, un caluroso día de julio, me sentí perseguido por la pregunta de Syson. Colocadas sobre la arena en tres mesas plegadizas estaban las creaciones de Leandro Gómez Quintero, uno de 178 artistas de 52 países reunidos para la 16 edición anual del influyente Mercado Internacional de Arte Folclórico.
Las obras de Gómez estaban allí, pero no así el artista cubano (a raíz de problemas con su visa). Sus excéntricos modelos a escala de los vehículos clásicos de la isla se han convertido en una representación visual de la posición anacrónica de Cuba en el escenario mundial. Cada uno había sido creado con desechos y materiales pepenados por Gómez: hule espuma, clips, trozos de plástico, palitos de paleta y cordeles.
A menudo, la persona con ese deseo incansable de hacer algo nuevo es una mujer. Considere las célebres piñas de Carapan. Estos objetos están tan estrechamente identificados con el arte folclórico mexicano a sus máximos niveles, que cuando el brazo cultural del banco Banamex organizó una exposición titulada “Grandes Maestros del Arte Popular Mexicano”, en el 2001, y publicó un libro para complementarla, una de las piñas de Hilario Alejos Madrigal fue escogida para la portada.
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Madrigal, de 53 años, es un maestro reconocido de la forma y, sin embargo, fue su madre, Elisa Madrigal Martínez, quien originalmente ideó este arte.
Audazmente escultural, las piñas de cerámica son imponentes aún cuando no son creadas a la gran escala preferida por Hilario.
“Algunas personas no lo aprecian como arte”, dijo Tomas Aguirre, su representante. “Se sorprenden por los precios”.
En realidad, incluso el más grande de los recipientes de Madrigal, de mil 300 dólares, podría costarle menos a un comprador que un dibujo en una galería.
Y, por un tapete austeramente abstracto del tamaño de una habitación elaborado por el tejedor oaxaqueño Juan Isaac Vásquez García —con todos sus elementos hechos a mano— el precio es de sólo unos dólares más.
“He estado tejiendo en telar desde los 7 años”, indicó Vásquez, de 84 años, en los momentos silenciosos antes de que los visitantes llegaran (más de 20 mil este año).
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Un factor de peso para cambiar la percepción respecto a las artesanías son los medios sociales, que han resultado ser cruciales para el trabajo de un colectivo de arte folclórico peruano llamado Amapolay.
Al no depender únicamente de ferias artesanales para vender sus camisetas, pósters y gorras gráficas y políticas, echan mano de una gama de plataformas para promover su labor activista para los pueblos indígenas de Perú.
“Nuestro tipo de trabajo fue etiquetado como chicha (una actividad informal), pero es mucho más importante que eso”, dijo Fernando Ernesto Castro Chávez, sobre la fusión de tradiciones populares urbanas e indígenas.
“Chicha es demasiado fácil porque está basada en esta imagen romántica de los indígenas”, agregó. “Pero la cultura no es estática”.
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