Del cazador al carnicero
- Arnulfo Arias Olivares
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¿Qué ha pasado con el hombre desde ese momento en que migró del cazador, recolector al agricultor y ganadero, hace unos 8,000 años, más o menos? En un principio ya remoto de la humanidad, se aceptaba con tranquilidad que nada podía lograrse sin el propio esfuerzo. Hasta las pequeñas criaturas, que todavía amamantaban, venían ya con el condicionamiento de que debían sobrevivir desde muy temprana edad. Y el llanto del infante, en ese entonces, no era tanto de dolor, sino más bien de esfuerzo deliberado para lograr su crecimiento en este mundo de realidades tan difíciles. Ver un toro o una vaca en la pastura, desplegando a veces comportamientos, o vestigios ya, de lo que fueron sus ancestros, nos hace pensar que alguna vez formaron parte de manadas que conformaban ese ciclo de la vía. Morían para dar vida a otros y, en una especie de simbiosis, los depredadores terminaban siendo su alimento y pasto, de manera natural. Esa interrelación en la cadena alimenticia requería de esfuerzos, conscientes o inconscientes. Hoy, debilitada por el hábito del cultivo, de la ganadería, avicultura y de la producción, parece como si la humanidad fueran, en su conjunto, como una boca abierta que solamente espera la cuchara que se acerca a ella. La inercia se asentó en nosotros. Se nos ha arrancado de raíz la habilidad fundamental de la supervivencia de la especie. Si, por la casualidad universal de un cataclismo, por ejemplo, quedáramos en orfandad de la tecnología actual, sin la luz eléctrica, sin combustibles fósiles, sin alimentos procesados ni vestidos fabricados, ¿qué haríamos, sino solamente perecer como una especie que ha olvidado ya su capacidad innata de supervivencia? Tal vez sea hora ya de valorar las prácticas sencillas de nuestros ancestros más remotos; de dejar que cierta microfauna, diezmada por el pesticida moderno, conviva con nosotros nuevamente, para fortalecer nuestro sistema; de consumir los alimentos que no se encuentran procesados; de remontarnos a los tiempos en los que no existía la azúcar, ni el café; de ejercitarnos como se solía hacer antes de que sobreviniera la locomoción artificial. Con eso no involucionamos, sino que reaprendemos prácticas que, tarde o temprano, se perderán de los archivos genealógicos del hombre. Buscamos las estrellas, y apuntamos hacia el universo, pero hemos olvidado poco a poco nuestro origen y nuestras razones naturales de existencia. Tal vez sea hora ya de retomar ese balance entre lo que somos en esencia y lo que ha hecho de nosotros la modernidad. Deberían convivir, dentro de nosotros, el cazador recolector que fuimos antes y el carnicero industrial que somos hoy, que consume solo lo enlatado y que, en algún tiempo, procuraba con la flecha y con la lanza. La mansedumbre, por no decir la inercia, que hoy se ha propagado en nuestras vidas como enfermedad, podría muy bien haberse dado en parte por lo que consumimos.
Antes, esa carne que se empacaba bellamente en plástico, debía primero perseguirse por llanuras, atraparse en medio de las selvas, con oportunidad para la presa de escapar. Era alimento libre y luchador; pero hoy, es solo carne procesada, llevada al matadero por medio de canales y de chutras industrializadas, que procesan, empacan, enfrían y refrigeran, para que nosotros, desempaquemos, calentemos en un microondas y pongamos en la mesa aquello que deberíamos haber cazado, si fueran otros tiempos.
Para saber si iba a llover, mirábamos el cielo; hoy en día, buscamos en el internet, sin hacer esfuerzo alguno de nuestra visión, más allá de una pantalla. La modernidad no es mala en sí; lo malo es esa inercia cómoda y tan complaciente hacia la cual nos ha arrastrado, haciendo que uno olvide cómo el agua hierve y el porqué del fuego. En esta virtualidad electrónica, con multiversos y algoritmos, con estimaciones frías y estadísticas, dejamos poco a ´poco de dar validación a la intuición, a los relojes naturales y las brújulas innatas con las que nacemos.
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