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La COVID-19 plantea disyuntivas difíciles entre la vida, la muerte y la economía
- The Economist
Los sacrificios exigidos por la pandemia serán aún más duros.
Imagina tener dos pacientes en estado crítico, pero solo un respirador. Ese es el tipo de decisiones que podrían enfrentar los personales hospitalarios en Nueva York, París y Londres en las próximas semanas, de la misma manera que ya lo han hecho en Lombardía y Madrid. El triaje exige decisiones dolorosas. Los médicos tienen que decir quiénes recibirán tratamiento y quiénes no: quién podría vivir gracias a eso y quién probablemente morirá.
La pandemia que está azotando al planeta acumula una y otra vez este tipo de decisiones miserables. ¿Deberían los recursos médicos ir a los pacientes de COVID-19 o a aquellos que sufren otras enfermedades? Algo de desempleo y bancarrota es un precio que vale la pena pagar, pero, ¿cuánto es suficiente? Si el distanciamiento social extremo no logra detener la enfermedad, ¿cuánto tiempo más deberíamos seguir aplicándolo?
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El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, declaró: “No vamos a ponerle precio a la vida humana”. Se suponía que la frase era una especie de grito de combate de un hombre valiente cuyo estado está agobiado. Sin embargo, al evitar tomar una decisión, Cuomo de hecho legitimó una de las opciones, que no considera ni por casualidad la letanía de consecuencias posibles para su amplia comunidad. Podrá sonar despiadado, pero ponerle un precio a la vida, o al menos definir algún razonamiento sistemático, es precisamente lo que los líderes necesitarán para salir airosos de los desgarradores meses que están por venir. Así como en las salas de los hospitales es inevitable tomar decisiones difíciles.
Estas decisiones se complican a medida que más países son azotados por la COVID-19. En la semana hasta el 1 de abril, la cuenta de casos reportados se duplicó: ahora está rondando el millón. Estados Unidos ha registrado más de 200.000 casos y ha tenido un 55 por ciento más fallecidos que China. El 30 de marzo, el presidente Donald Trump advirtió sobre “tres semanas como ninguna que hayamos visto antes”. La presión sobre el sistema de salud de Estados Unidos quizá no alcance su punto más alto en varias semanas. El grupo de trabajo presidencial ha pronosticado que la pandemia costará mínimo de 100.000 a 240.000 vidas estadounidenses.
Justo ahora, el esfuerzo para combatir el virus parece consumirlo todo. India decretó una cuarentena de 21 días, la cual inició el 24 de marzo. Tras casi comportarse como si fueran inmunes a un brote de COVID-19, Rusia ha ordenado un aislamiento severo, con la amenaza de siete años de prisión para quien viole flagrantemente la cuarentena. Se le ha pedido a alrededor de 250 millones de estadounidenses que se queden en casa. Cada país ha optado por establecer prioridades distintas, y no todas tienen sentido.
En India, el gobierno del primer ministro Narendra Modi decidió que su prioridad era la velocidad. Quizás por eso, el cierre del país ha sido desastroso. No se pensó en los trabajadores migrantes que salieron de las ciudades, propagaron la enfermedad entre ellos y la llevaron de vuelta a sus pueblos. Además, el confinamiento es más difícil de lograr que en países ricos, porque la capacidad del Estado es más limitada. India quiere frenar su epidemia y posponer la aparición de casos hasta que haya disponibilidad de nuevos tratamientos o su sistema de salud esté mejor preparado. Pero cientos de millones de indios no tienen (o tienen muy pocos) ahorros a los cuales recurrir, y el Estado no tiene el presupuesto para apoyarlos mes tras mes. India tiene una población joven, lo cual podría ayudar. Pero también tiene barrios superpoblados donde lavarse las manos o cumplir con el distanciamiento es difícil. Si el confinamiento no es sostenible, la enfermedad empezará nuevamente a propagarse.
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Las prioridades en Rusia son distintas. Las comunicaciones claras y confiables han ayudado a garantizar que las personas cumplan con las medidas sanitarias en países como Singapur y Taiwán. Pero Vladimir Putin ha estado más interesado en extender su mandato y usar la COVID-19 en su campaña propagandística contra Occidente. Ahora que el virus ha atacado, Putin está más preocupado en minimizar el costo político y en suprimir información que en liderar a su país a salir de la crisis. Esa prioridad le conviene a Putin, pero no a su pueblo.
Estados Unidos también es diferente. Al igual que India, ha cerrado su economía, pero está gastando muchos recursos para ayudar a evitar que los negocios caigan en bancarrota y apoyar los ingresos de los trabajadores que están siendo despedidos en cantidades industriales.
Durante dos semanas, Trump especuló que la cura podría ser peor que “el problema en sí”. Ponerle un precio a la vida demuestra que estaba equivocado. Apagar la economía causará un enorme daño económico. Algunos modelos sugieren que dejar que la COVID-19 se expanda a través de la población podría hacerle menos daño a la economía, pero podría causar un millón de muertes adicionales. Se puede hacer un cálculo completo, utilizando el valor oficial ajustado por edad, de cada vida salvada. La cifra resultante indica que intentar mitigar la enfermedad tiene un valor de 60.000 dólares para cada familia estadounidense. Algunos perciben la formulación de Trump como errada. Sin embargo, eso es un delirio reconfortante. Sí existe un sacrificio, pero para Estados Unidos, hoy, el costo de un cierre está más que compensado por las vidas salvadas. Sin embargo, Estados Unidos tiene la fortuna de ser un país rico. Si el confinamiento de India no logra detener la propagación de la enfermedad, su elección, trágicamente, los llevará por mal camino.
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Dondequiera que se mire, la COVID-19 está vomitando una miasma de opciones y prioridades distintas. Cuando Florida y Nueva York realizan estrategias diferentes, se favorece la innovación y a los programas adaptados a las preferencias locales. Pero también tiene el riesgo de que los errores de un estado se extiendan y afecten a otros. Cuando China cerró sus fronteras casi por completo, detuvo las infecciones importadas, pero también estancó a las empresas extranjeras. Un esfuerzo enorme para crear y distribuir vacunas contra la COVID-19 salvará vidas, pero podría afectar a los programas que protegen a los niños del sarampión y la poliomielitis.
¿Cómo abordar la necesidad de establecer prioridades? El primer principio es ser sistemático. El beneficio de 60.000 dólares a los hogares estadounidenses, como en todos los cálculos sobre el costo de la vida, no es dinero real, sino una medida contable que ayuda a comparar cosas muy diversas como vidas, empleos y distintos valores morales y sociales en una sociedad compleja. Mientras más grande es la crisis, más importante es hacer este tipo de cálculos. Cuando un niño se queda atrapado en el fondo de un pozo, el deseo de ayudar sin límites prevalecerá, y así debe ser. Pero en una guerra o una pandemia, los líderes no pueden escapar del hecho de que cada plan de acción impondrá grandes costos sociales y económicos. Ser responsable significa comparar ambas cosas.
El segundo principio es ayudar a aquellos que salgan perdiendo si se hacen sacrificios sensatos. Los trabajadores despedidos en los cierres forzados merecen una ayuda extra; los niños que ya no reciben comida en las escuelas necesitan ser alimentados. Del mismo modo, la sociedad debe ayudar a los jóvenes después de que la pandemia se haya aplacado. Aunque la enfermedad no los amenaza tan severamente, la mayoría de la carga recaerá en ellos, tanto hoy como en el futuro, mientras los países pagan sus préstamos adicionales.
Un tercer principio es que los países deben adaptarse. El balance de costos y beneficios cambiará a medida que la pandemia se desarrolle. Los confinamientos ganan tiempo, un bien valioso. Cuando terminen, la COVID-19 volverá a propagarse entre personas que todavía sean vulnerables. Sin embargo, las sociedades pueden prepararse de un modo que nunca pudieron hacer con la primera oleada, abasteciendo los sistemas de salud con más camas, respiradores y personal humano. Pueden estudiar nuevas maneras de tratar la enfermedad y reclutar un ejército de equipos de prueba y rastreo para extinguir nuevos focos de propagación. Todo eso reducirá el costo de abrir la economía.
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Sin embargo, tal vez no se descubran nuevos tratamientos y el proceso de prueba y rastreo fracase. Para el verano, las economías habrán sufrido caídas de dos dígitos en el producto interno bruto trimestral. La población habrá soportado meses de encierro, con los consecuentes perjuicios a la cohesión social y su salud mental. Prolongar el confinamiento un año les costaría a Estados Unidos y a la eurozona alrededor de un tercio del PIB. Los mercados se derrumbarían y las inversiones serían aplazadas.
La capacidad de la economía se marchitaría debido al estancamiento de la innovación y el abatimiento del talento. A fin de cuentas, incluso si muchas personas mueren, el costo del distanciamiento podría ser superior a sus beneficios. Ese es un posible resultado de la solución intermedia más aceptada que todavía nadie está dispuesto a admitir.
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