La lengua, las palabras, el circo chino
- Ariel Barría Alvarado
En la pasada columna contaba cuán diferente es la reacción del público que ve a un malabarista chino apilar un montón de sillas y erguirse luego, cabeza abajo, con una mano apoyada sobre la última silla de la cimbreante columna, del que ve a un particular hacer lo mismo. Además, repasaba brevemente la historia del castellano hasta el momento en que, embutido ya en sus pantalones largos, con un costal de voces de todas partes, llegó a costas americanas en 1492, y prometí aclarar en qué se parecía la lengua y su manejo al susodicho circo chino. Eso procuraré hacerlo hoy.
América era entonces (¿seguirá siéndolo?) un continente que parecía ostentar un lema similar al que coronaría luego el escudo de armas panameño: “Pro mundi”. De los barcos, a veces como polizones en sus barriles, bajaron conquistadores, marinos, corsarios, piratas, encomenderos, negreros, bachilleres, mercachifles, curanderos, prostitutas, iluminados, sabelotodos, curas, monjas, políticos, brujos, exorcistas, damas, poetas, tahúres, mineros, banqueros, soldados, pestes, sífilis, remedios, bebidas, comidas, hambres y cuanta cosa haya dado la humanidad.
Los nativos (¡ay de los vencidos!), entre el trueque de diademas por espejos y la defensa de sus pueblos, fueron testigos del advenimiento de un orden nuevo del que darían fe, sobre todo, con palabras del invasor, entre las que palpitarían sus propios términos.
Al principio fue una versión en blanco y negro, como cuando un capitán de la avanzada de Cortés le preguntó a unos nativos mesoamericanos: “Decidme, ¿cómo se llama esta tierra?”, y ellos, la voz temblorosa como suele ser la voz del que va desnudo y enfrenta férreas armaduras, contestaron: “No te entiendo” (que sonó más o menos así: “Yuk-a-tan”); así dicen que fue bautizada por los hispanos la tierra yucateca. Lo cierto es que el castellano, definiéndose ya como español por razones históricas y geográficas, jamás volvería a ser el mismo.
En América, donde era más brillante el sol, existían nativos que no conocían la ropa y otros que ya anticipaban eclipses; mientras el conquistador los despojaba de sus tesoros, ellos modificaban la lengua que Cervantes enarbolaba en Europa, sumándole desde voces rudas hasta auténticos versos de aire: canoa, hamaca, guayaba, chocolate, aguacate, tomate, cacique, huracán, tabaco, maíz, colibrí… Pronto, millones de nuevas bocas replantearían las normas de Nebrija y su Gramática como cosa propia.
¿Y el chino que apilaba sillas? Es que quien conoce las reglas de la lengua, un literato por ejemplo, puede jugar con todas sus variantes, puede asomarse a todos los registros del habla sin temores, porque es un artista de la palabra. Si sus personajes literarios llegan a hablar con palabras toscas, indocumentadas, mutiladas, es porque así lo exige su verosimilitud. Eso es una cosa. Fuera de ese contexto, cuando la vía que usamos para comunicarnos es abierta, concreta, para todo público, imperan las normas de la lengua. Su ruptura, en tal caso, no representa destreza, al contrario.
Publicistas, reporteros, comunicadores sociales, políticos, docentes, profesionales, siempre atendiendo al propósito de la expresión, están llamados a hacerse dueños de la palabra (de ella viven), a conocer significados, flexiones, sinónimos, antes de querer hacer malabares sobre ella (siempre es posible), porque el riesgo de caerse y descalabrarse es muy alto.
Nos consta el nacimiento espurio del idioma, pero lo entendemos como un proceso; hoy nos damos el derecho de creerla noble, de sentirla nuestra, de saberla viva, de seguir conociéndola (¡nos falta tanto, porque crece a cada instante!) para procurar pasarla como tal a los llamados a heredarla.
Que la palabra te acompañe.
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