Esas palabras llamadas malas
- Ariel Barría Alvarado
Malas no son; quizás lo malo es el modo con que las usamos, y ni tanto. Son palabras comunes, tomadas de otros campos semánticos o tal vez inventadas con ese fin, pero a menudo se distinguen porque parece que sonaran al compás de la intención del que las profiere, por lo que se les llama “palabrotas”, o simplemente “palabras obscenas”.
Pero, repito: malas no son, incluso, en ciertas ocasiones dicen que se emplean como afrodisíaco. Lo cierto es que muy pocas son consideradas obscenas en todas partes. Lo malo, eso sí, es nutrir nuestro vocabulario solo con esas voces; y hay gente que lo hace. De esas personas que cuando abren la boca lo hacen para repartir frases de grueso calibre se dice que tienen tendencia a la coprolalia. El síndrome hasta suena bonito, pero cuando vamos a la etimología resulta que viene de dos elementos griegos que, traducidos libremente, quieren decir: “expeler excremento por la boca”. ¡Santas boñigas, Batman!
Como iba diciendo: las palabras obscenas no suelen serlo siempre y en todo lugar. Hace un par de años vi a un grupo de turistas españoles tomándose fotos, divertidos, frente a un almacén de Calidonia. Cada vez que el fotógrafo oprimía el obturador de la cámara, ellos levantaban la bolsa obtenida en el almacén, para que se viera el nombre del local: “El Chocho”. Estos tíos deben haberse divertido mucho paseando luego con empaques tan cachondos por la calle Serrano, de Madrid. A nosotros, esa palabra ni fu ni fa.
Igual pasa con “papaya”, palabra melosa en el patio, que causa no pocas miradas de desaprobación en algunas partes de Cuba; o bien la vernácula “chicha”, que provoca risitas cuando la empleamos en el contexto centroamericano, donde alude a los senos femeninos. Para nosotros, desde siempre (sostiene el diccionario que proviene de una voz indígena panameña; “chichab”, que quiere decir “maíz”) no ha significado otra cosa que un refresco o una bebida fermentada (dependiendo de quién lo toma, y en qué circunstancias, es lo mismo).
Para rematar, en el campo guardamos la “chicha” en “tulas”, sustantivo que ya no provocaría sonrisas sino sonrojos en varios países hermanos. Pero, entonces, ¿quién decide qué palabra es obscena? La respuesta es la de siempre: nosotros, usuarios de la lengua.
Antes de que me vaya usted a decir que no tiene la culpa, déjeme explicarle que estos usos son convencionalismos producidos a lo largo del tiempo. En verdad, forman parte del legado cultural que recibimos, del cual el idioma es parte sustancial.
Por lo general, a partir de las obscenidades eclosionan otras expresiones de similar talante, aunque disfrazadas (eufemismos). Interjecciones aceptadas, como “¡caramba!”, “¡chuleta!”, “¡vaya la vida!”, o más rurales como “¡ajñó!”, “¡carástele!”, simplemente son modos con los que acomodamos el lenguaje para poder emplear ciertos términos mal sonantes sin recibir reproches.
A veces, detrás de tales voces existen procesos que involucran hechos históricos, como es el caso de una palabra que, en su dimensión obscena, marca el habla del panameño, si bien no se emplearía ni por descuido fuera del registro vulgar.
Aún recuerdo a la eximia lingüista y poeta Elsie Alvarado de Ricord (q.e.p.d.), cuando en sus clases universitarias, al verse forzada a citar el vocablo por razón de una explicación, acudía al recurso de deletrearlo: “ce-hache-u-ce-hache-a”, y así salvaba el escollo. Pero, ¿cómo llegó esa palabra, que en países vecinos alude a una perrita, a cobrar tal carácter entre nosotros?
Pues sucede que… ¡chumba!, se acabó el espacio. Sigo el otro domingo; hasta entonces.
Que la palabra te acompañe.
(Primera Entrega)

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