Cantus Interruptus
Doctorcitos siete mesinos
El comandante giraba el globo terráqueo y ofrecía su menú de países de acuerdo a la especialidad del futuro profesional.
En los años setenta, los veragüenses obtenían becas sin siquiera proponérselo. No tenían que concursar ni tener las mejores calificaciones, sólo decir: “soy de Veraguas, mi familia es Tristán de La Mesa, Ábrego de Soná, Bonilla de San Francisco, Batista de Río de Jesús, Mojica de La Colorada, Caballero de La Peña, Castillo o González de Santiago, y quiero ir a estudiar a…” El país lo decidía el General, nacido en Santiago de Veraguas y con una década de haber estrenado un golpe militar, para que Panamá no fuera menos y también tuviera su dictador bananero, como era de rigor en aquellas latitudes, una “dictadura con cariño” como la llamaba él. El General ya había puesto a andar su reforma agraria y educativa y había logrado lo imposible: quitarle el Canal a los gringos.
En el bolsillo izquierdo de su camisa —un bolsillo desnudo de medallas y sin condecoraciones— el General guardaba una varita de guarumo de oro de 18 quilates. Con aquella varita de virtudes mágicas, indicaba los destinos geográficos más complacientes en un mapamundi circular y antiguo que, según decía, había diseñado un tal Swedenborg, un loco sueco famoso por asegurar que conversaba con extraterrestres. Como un chamán tropical, vestido de verde selva y fumando un Cohiba inacabable, el General conjuraba los malos espíritus, que para los que querían una beca, eran la imposibilidad de pagarse los estudios en el extranjero. Giraba el globo terráqueo y ofrecía su menú de países de acuerdo a la especialidad del futuro profesional. “Usted quiere estudiar ingeniería agrónoma, entonces lo mandamos a Yugoslavia; pintura entonces va para Italia; médico a Brasil”. A los licenciados en ciencias de la educación los destinaba a España sin previa consideración, porque ahí era el único lugar donde podían terminar un doctorado en menos de dos años, sin necesidad de estudiar primero una maestría y pasar por el engorro de aprender otra lengua.
Cuando regresaban al país los nuevos doctores en pedagogía, ceceaban con esmero cuanta zeta se encontraban en el camino de sus discursos, y sobre todo en el coloquio entre amigos —para que no hubiera duda de la estadía en tierras castizas—; pedantería que por suerte duraba muy poco porque el juicio y el oído los hacía retomar la fonética real, la que aprendieron en la infancia. En las dos universidades del país —Nacional de Panamá y Santa María la Antigua—, los doctores encontraban, con algo de razón y un poco de envidia, colegas opuestos a tan efímeros títulos y sólo por resignación y por cansancio accedían a aceptarlos, aunque a sus espaldas murmuraban con sorna: “ahí va uno de esos doctorcitos siete mesinos”.
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