Antropofagia
- Francisco Moreno Mejías
El día del accidente yo me quedé dormido y cuando llegué a la casa de Roberto, ya él y los demás, cansados de esperarme, se habían ido. Regresé a mi casa cabreado y ni siquiera tuve ánimo para llamar al celular de alguno de los pasieros, que ya estarían divirtiéndose en la playa.
Serían como las doce cuando sonó el teléfono. Era Ponchi, que tampoco había ido porque tuvo que ayudarle a su padre.
—Hey, loco. ¿No te enteraste de que estos manes se estrellaron? Antes de llegar a Santa Clara se salieron de la carretera y casi se matan. Todos están en sus casas con heridas leves, menos Roberto, que está hospitalizado. Voy a pasar a buscarte para que vayamos a ver cómo está.
El hospital del Seguro Social era un laberinto de gente entrando y saliendo, todos con caras tristes. Roberto tenía un protector en el cuello, un brazo enyesado y en el otro brazo el tubo de la venoclisis. Una pierna estaba vendada y suspendida en alto. Tenía unos moretones en la cara y bajo la gasa que le tapaba casi toda la frente asomaban unas gotas de sangre que su madre trataba de limpiar con un trozo de algodón. Cada una de las tres camas con las que compartía Roberto aquella sala ofrecía un cuadro desolador semejante al suyo.
Él permanecía con los ojos cerrados. Saludamos en voz baja a su madre y nos mantuvimos en silencio hasta que la señora dijo:
—Roberto, hijo, aquí están dos amigos tuyos que han venido a verte.
Roberto abrió un ojo (el otro estaba demasiado hinchado), pero no dijo nada.
Ponchi, que se había ganado ese sobrenombre por sus ocurrencias estrafalarias, trató de decirle a Roberto algo chistoso que quedó helado en el aire. La madre nos miró con los ojos rojos de haber llorado y la cara compungida y nosotros nos despedimos.
Mientras bajábamos por las escaleras, le dije a Ponchi:
—Hey, tengo una hambre del carajo. ¿No habrá por aquí algún restaurante o cosa parecida? Si quieres, te invito a comer algo.
Ponchi me miró con una sonrisa de oreja a oreja, diciendo:
—Hombre, ¿cómo no? Vamos a la cafetería del hospital antes de que te arrepientas.
Ponchi pidió pescado y yo unas albóndigas. Cuando nos sentamos a comer, Ponchi empezó con su jodedera:
—La verdad es que yo en este lugar no me atrevería a comer eso. ¿Tú no sabes que en la carne molida que usan para las albóndigas aprovechan los apéndices, los tumores y demás desperdicios que salen de los quirófanos? Hasta los dedos que cortan los muelen para las albóndigas.
Yo, que trataba de comer algo para olvidarme del mal rato que había pasado cuando vimos a Roberto, lo único que necesitaba para sentirme mal era el humor negro de Ponchi, pero no iba a darle gusto a aquel demente, así es que sonreí como si no me importara lo que decía y empecé a comer pensando en otra cosa. Cuando iba por la tercera albóndiga una cosa rígida me impidió seguir masticando. Metí índice y pulgar en la boca y saqué ¡una uña! Una uña con un pedazo de carne pegada que yo no me atreví a averiguar si le pertenecía a la uña o no.
Ponchi, que estaba pendiente de mis movimientos, soltó una sonora carcajada mientras señalaba aquella cosa con el dedo.
—¡Te lo dije! ¡Te lo dije! Esa uña seguro que es de la mano que le cortaron ayer al obrero que se cayó del andamio.
El estómago me daba saltos como si quisiera salírseme por la boca. ¡Dios mío! ¿Tendría razón aquel loco? Me levanté y salí disparado al servicio. Allí vomité lo poco que tenía en el estómago y regresé a la mesa resignado a enfrentarme con las crueldades de Ponchi. Él terminó de comer y yo, desde luego, no probé bocado. Cuando nos íbamos, me quiso invitar a café o a algún postre, pero yo no quise. Mientras él pedía un flan, oí a una de las mujeres que trabajaban detrás del mostrador decirle a otra compañera:
— ¡Claro que se te habrán caído! Sólo a ti se te ocurre venir a trabajar con las uñas postizas.
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