Panamá
Reflexión de la cólera I
Es complicado, la fuerza interior hace chillar las alarmas en nuestra alma, volar por los aires toda mesura y saciarse con la más primitiva acción.
- Alonso Correa
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- - Actualizado: 28/3/2024 - 12:00 am
Los coléricos embistes de la vida hacen que hasta la consciencia más estoica reviente. Cristo arrancó rabioso en contra los comerciantes del templo, Jehová azotó con furia Sodoma y Gomorra, Julio César acabó con el linaje de Ptolomeo en furiosa venganza, ¿entonces qué tiene por hacer un individuo tan alejado del control, tan poco acostumbrado a la presión, tan indefenso ante sus reacciones? Somos y seremos meras marionetas de nuestros incontrolables instintos, esos que nos hacen maldecir y blasfemar, espumar y berrear.
Es complicado, la fuerza interior hace chillar las alarmas en nuestra alma, volar por los aires toda mesura y saciarse con la más primitiva acción de ira posible. Un grito, un golpe, cualquier cosa es mejor que soportar la inmensidad de nuestro propio enojo.
Decía Séneca en "De la cólera" que esta se exhibe en el rostro, nace en todos los animales de prístina manera en su cara. Transformándolos, y transformándonos, en monstruosidades ajenas a nuestro ser. El león, la serpiente, el perro, el toro o el jabalí se metamorfosean en apariciones, en esperpentos, alejados de las visiones de sus congéneres. La rabia nos altera, nos cambia física y modifica la química del cerebro.
El enfurecimiento más frágil puede resquebrajar hasta la más sólida de las promesas, romper la sangre y deshacer los lazos más eternos. ¿Qué hay peor que una amistad que muere, dos amantes que se odian o dos hermanos que se niegan? La ira es corrosiva y oxidante, es una mochila de piedra que se fusiona con la piel que la carga.
Pongámonos un instante en la piel de un personaje, eres el dueño de todas las tierras que te rodean y más allá. Dominas con mano de hierro toda civilización, tribu o grupo que cayó derrotado. Eres dueño de riquezas inimaginables. Tienes un hijo, fornido, saludable y con la misma ambición por vivir que tú. Una noche, después de una larga jornada de labor monárquica y de recibir las noticias de una derrota importante de tu ejército, tu hijo te interrumpe para criticar tus estrategias, menospreciar tu esfuerzo. Entonces alzas colérico tu báculo y le asestas un certero golpe en el cráneo a tu propia carne. Pero tú no querías, no apuntabas ahí, fue sin querer, no quise… tantas justificaciones y preguntas revolotean en tu cabeza. La sangre no para de salir, tu hijo se muere. Te arrodillas junto a él clamando perdón y exigiendo clemencia.
Sabías que eras el único culpable y eso te dolía por dentro. Tu hijo muere. Todos saben que fue por tu culpa. Tienes la marca del parricida. Y la tristeza y la vergüenza, al final, te mata.
El incidente marcó el resto de la vida de Iván el terrible. En el entierro se despidieron dos cosas: el cuerpo de Alexandrovsk y el alma de Iván. Pero ejemplos de eso existen desde hacía miles de años, tenemos una seguidilla de personajes y anécdotas de las verdades de la ira. Desde Abel hasta Darth Vader, todos hemos sido testigos de la historia de la ira viva. Convive con nosotros, apresada por los barrotes de nuestra paciencia. Esa es la razón por la que la podemos percibir tan pronto como la vemos, con un perfume único.
Se muestra brillante en los ojos de los que sucumben a sus promesas.
La solución a la ira, por fortuna, parece ser la tediosa tarea de estar consciente de cada instante, viendo el reflejo real de nuestras acciones en el segundo que pasamos. Porque, aunque complicado, parece que la plena consciencia de uno mismo, el saber qué se está sintiendo, qué está pasando; sirve como un muro bastante útil ante el oleaje de la furia, aunque no infranqueable.
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