Panamá
Inconsciencia aprendida
Estas curiosas maneras que tiene nuestro cerebro para mantener bajo control todos los aspectos de la vida, son, a la vez, breves instantes de pánico y locura.
- Alonso Correa
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- - Actualizado: 25/6/2024 - 12:00 am
Las ideas más importantes de la humanidad se han perdido entre los vaivenes de una cabeza activa. A veces, hay rebrotes, pero la mayoría de ellos se pierden entre las olas de la mente. Son esas pequeñas vainas llenas de ideas, esas catástrofes individuales, las que rompen la delgada sábana con la que se esconde nuestra mente. Esos agujeros, esas lagunas en las historias de nuestras consciencias, de donde nacen los déjà vu.
Estas curiosas maneras que tiene nuestro cerebro para mantener bajo control todos los aspectos de la vida, son, a la vez, breves instantes de pánico y locura.
Divertidos para algunos, aterradores para otros, los déjà vu son bocados del poder que tiene la inconsciencia para afectar nuestro día a día. Muestras de lo que sucede cuando vivimos sin control. Y no refiero a abandonarnos en el hedonismo más abyecto ni vivir en el autopiloto del desinterés, hablo de pisar no fuerte y seguro en cada segundo por el que se transite. Porque, por desgracia o fortuna, la realidad es de los que se atreven a vivirla.
Los déjà vu dejan su aroma y se van, las ideas perdidas son como un grano de arena en una playa infinita, los sueños se pierden detrás de los párpados, pero los actos se quedan inmortalizados en el tiempo que dejamos atrás. Vivimos entre la bruma y la incertidumbre, perdidos en la niebla del mañana y el desconocimiento de las consecuencias de nuestras propias acciones. Pero no se puede vivir recluido en las cadenas de la distracción. Las huellas que se marcan en nuestro accionar, los pequeños arañazos que se perciben en el historial son permanentes e indelebles. Las acciones que dejamos atrás, regadas en las horas perdidas en el pasado, son las piezas de nuestro presente. Esa es la única verdad válida, la única certeza concreta. Los rostros de los errores que cometemos se deforman en el espejo de la memoria.
A la vida, esta consecución de momentos por los que nos movemos, tendemos de imaginarla de dos maneras, agréguense o réstenle los detalles que ustedes deseen. O la imaginamos como un campo minado por el que debemos correr, pendientes de no pisar ningún explosivo oculto, o como un escenario en el que se desarrolla una obra de la que somos público, director y protagonista. No tiene nada malo ninguna de las dos, es más, podríamos afirmar que ambas, en cierto sentido, son correctas descripciones, pero no llegan a abrazar todos los complicados conceptos en los que se ramifica la vida. Porque la vida, vista como un abanico de peligros o de tramas inconsistentes, pierde valor, carece de ese dorado remate que le da la duda.
El individuo concentrado en la vida es un arma contra la podredumbre que viene con una vida distraída en nimiedades. Y eso es peligroso, dañino, para los que se nutren del espectáculo y la imprudencia, peligroso para los que corrompen la razón, para los que se benefician de hombres envueltos en seda y cegados por el bullicio resplandeciente del tiempo perdido.
Porque si no somos conscientes de lo que nos rodea, de todo aquello que sucede en los límites de nuestra percepción, todo se convierte en un déjà vu vacuo y olvidadizo. Los instantes en los que no estamos bajo control de los demás, nos convertimos en armas del sinsentido. El problema es que estar consciente de la vida, de cada momento, de cada segundo que vivimos es difícil, complicado, porque requiere ser responsable de cada acto en el que se esté involucrado, en cada acción de la que seamos partícipes y eso requiere de compromiso y cometido.
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