Cuando los gobiernos se convierten en protagonistas
El hombre porta ya, desde su hogar, lo que la propia sociedad solamente debería canalizar.

Cuando los gobiernos se convierten en protagonistas
Fue Henry Thoreau, en su obra Desobediencia Civil, el que acuñó la frase de que "el mejor gobierno es el que gobierna menos." Veía al gobierno como la fabricación de necesidades sintéticas, creadas por grupos con agendas e intereses propios, para que el hombre se crea a sí mismo dependiente de un gestor de sus necesidades.
Una mera ficción, una especie de droga que se asimila a aquella adicción que la madre lega biológicamente en el infante, que nacerá también adicto, aunque nunca consumió directamente ese producto que ahora lo esclaviza. En este caso, la sociedad sería como la madre y los ciudadanos el infante.
Se le recarga con la sugestión de su inutilidad, se le presenta, una y otra vez, una incapacidad supuesta de gobernarse a sí mismo, se le encierra dentro de los horizontes de la sociedad, esclavizándolo a normas que, en su fuero interno, nunca ha consentido, pero que acepta por la fuerza del rigor impositivo y la presión de grupo.
Cuando un gobierno invade los afluentes de la conciencia personal, manchándolos con una tinta que termina por cambiar la consistencia y el color del agua, todo queda impregnado por una especie colorida de contaminación. Entonces, se arriba a conclusión errada de que el hombre se hizo para los gobiernos y no así los gobiernos para el hombre; que el ser humano no puede vivir en sociedad sin que la mano férrea impositiva de una autoridad externa le domine sus impulsos básicos.
Todo eso es errado y todo eso una ficción. El desarrollo personal no obedece a factores de motivación externa, sino a las convicciones que, desde la más temprana edad, se van tejiendo en la persona. No mata porque una norma se lo impide, sino porque su conciencia inhibe en él esos impulsos de matar; no roba, porque llega pronto a convencerse que ese acto de privar a otros de lo suyo para hacerlo propio, es un detonante de violencia, que desencadena una tormenta que lo alcanzará, tarde o temprano, a él mismo; no espera de otros lo que a él le corresponde hacer, porque nunca ha asimilado la costumbre de parásito arrimado, la lactancia social perpetua en sus actividades diarias.
El hombre porta ya, desde su hogar, lo que la propia sociedad solamente debería canalizar. Debería ser producto acabado de su formación y aportar al mundo, y a la comunidad, lo que trae ya consigo. El problema es de orden económico, tal vez. Pensamos todavía en gobiernos formadores del carácter y de la conciencia; capaces de exigir un alto precio por ese patrocinio. En la medida que un gobierno se reduce, se fortalece en todo aspecto la entidad privada, se fomentan el emprendimiento económico y el desarrollo personal.
Si encomendamos a gobiernos las tareas que, naturalmente, corresponden a los padres, tendremos como resultado expectativas demasiado altas, zapatos de una talla que, un gobierno, jamás podrá llenar. Simplemente no le corresponde a una maquinaria, consentida por el ciudadano como delegada de un poder que sólo a él le corresponde, ejercer funciones que se elevan por encima de las responsabilidades personales y que nadie otro, que no sea el hombre, podrá jamás desarrollar. Hay un ejército allá afuera de políticos profesionales que hacen fila para utilizar los podios como si fueran escenarios de un gran teatro, con propósitos bien definidos de encantar a los incautos, a los ignorantes, con el hábito de la mentira paternal de que, de ser electos, asumirán esa tarea de padre, de protector y de custodio, que solo termina drenándole las fuerzas y la iniciativa de superación al individuo.
Todo en la naturaleza llama hacia el esfuerzo personal. Incluso las enredaderas, que trepan a la luz usando la columna vertebral de otros, saben que trepar es un asunto suyo y que nadie más podrá cumplir jamás esa función por ellas.