La condena de existir
Porque la libertad no es un baluarte en el que refugiarse, sino una cárcel, una prisión de cristal. Una burbuja que nos secuestra y nos enfrenta.

La condena de existir
La libertad parece gustosa y apetecible. Como fruta fresca al alcance de la mano, la libertad se refleja en la sonrisa de los que la viven y resuena en los sueños de los que aún no la disfrutan. La libertad, esa virtud por la que se mata y se muere, el corazón de los imperios contemporáneos, aquello de lo que se vanaglorian los gobiernos y por lo que se quejan los que no entienden su esencia.
La libertad se ha repetido hasta la saciedad, perdiendo su significado por un sinónimo tergiversado. La libertad se ha transformado en libertinaje y el libertinaje en ley. Perdimos el Norte y nos adentramos en la oscura boca del sinsentido, porque si no conocemos los ropajes con los que se viste Marianne, no podríamos encontrarla aunque la tuviéramos enfrente.
Porque la libertad no es un baluarte en el que refugiarse, sino una cárcel, una prisión de cristal. Una burbuja que nos secuestra y nos enfrenta al adormecimiento del conformismo. El libertinaje mal aplicado nos entumece, nos transporta a un sueño debajo de un árbol de Brugmansia. Somos los que creemos ser, pero no recordamos la necesidad de hacernos cargo del peso de ser lo que somos. Ahí es en donde se pierde el significado. La existencia precede a la esencia, pero, ¿qué significa eso? Existimos en esta vida, sin rumbo y sin sentido, manejando las realidades con nuestra propia presencia. La libertad se enfrenta a la vida.
¿Qué es la libertad? Una condena, un castigo. La capacidad de poder escoger cualquier rumbo, cualquier camino, no es un claro en el bosque, es una tormenta en el horizonte. Porque la libertad pide un pago, requiere de una retribución. La libertad se nos presenta como un navío dispuesto a zarpar, una ruta verde y fresca que se transforma en un duro camino de piedra. Las decisiones que tomamos revuelven el camino que se presenta frente a nosotros.
Somos los que decidimos ser, estamos encadenados a tener que hacernos cargo de todas y cada una de las opciones que tomamos de la mesa.
La libertad nos ciega, nos atrapa y nos miente. Nos hace creer que tenemos las riendas del potro salvaje de la vida, pero no somos nada más que adictos persiguiendo la sombra de aquello que creemos querer. Nuestra vida, eso por lo que nos defendemos, comencemos, dormimos y bebemos, es un conglomerado de opciones que nos arrebata el sentido. La falta de una ruta clara, la carencia de alguien que nos guíe, la inexistencia de un objetivo primordial hace que nos perdamos entre las ramas de un sinfín de incoherencias.
La responsabilidad, la obligación de hacernos caso de todo aquello que decidimos, es el único faro que nos queda en este oscuro mar por el que navegamos sin vigía. ¡Qué distinta se ve la huerta cuando el jardinero entiende sus deberes!
Porque vivir sin peso, sin cadenas es mucho más cómodo, como es obvio, pero no tiene sentido no dejar marcada la huella de tu presencia en el suelo. La libertad no se entiende sin la responsabilidad, es aquello que contextualiza, le da un sentido, una dirección a una carreta que rueda sin control. Una vez se interioriza la incapacidad de vivir, de sentir, de existir en esta dimensión sin la virtud de hacerse cargo de los desperfectos, errores, victorias y aciertos que nuestras acciones hacen caer sobre nosotros.
Esa es la llave de la luz, del entendimiento, el comprender que no somos espíritus que deambulan por el Edén sin trayecto, sino que somos seres, de carne y hueso, con consciencia y albedrío, que deben darle dirección a su rumbo.
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