Imbécil
Camus lo tenía claro, se casó con la sal y el calor de la mar. Con la arena, con las olas, Chenoua y con Tipasa.

Imbécil
Camus lo tenía claro, se casó con la sal y el calor de la mar. Con la arena, con las olas, Chenoua y con Tipasa.
Él tenía la playa; yo, el pinar. Gocé del abrazo de algo fuera del cuadrado espectro de la sociedad, extraño en la lejanía de la luz artificial. Me encañonó la sincera miseria del mundo real y me fusiló la verdad de ser parte de una idea mucho mayor. "En medio del más negro de nuestro nihilismo, solo busqué razones que me permitieran superarlo".
Es dentro de la arboleda donde he encontrado parte de un espíritu que vaga libre, un alma que forma parte de todos, que alimenta, que nutre la esencia misma del ser, pero que nunca se encadena a un solo cuerpo.
Entre la encina y el roble, pasando por el madroño y la acacia, se halla algo foráneo y familiar. Un paradigma, una paradoja que le brinda sentido a nuestra misma existencia. Somos tierra y madera, cristal y musgo, unidos en una estrecha relación. "Nuestras miserables tragedias exhalan olor a oficina y la sangre que chorrean tiene color de tinta grasosa".
Pobres diablos, aquellos imbéciles que se niegan el placer de convivir con la pieza efímera de la más prístina naturaleza. En ella, en ese vibrante caleidoscopio de vida, saltando de flor en flor, arrastrándose sobre el musgo, volando sobre las ramas secas del camino, se ve la vida vivir alrededor nuestro. Se ve crecer y morir, se observa en las imperturbables nubes que nos sobrevuelan, en las hojas marchitas del camino, en los champiñones del prado, se oye cantar entre las ramas, se siente en la brisa y en la luz del sol. Se siente cerca,
viva, solo tienes que abrir los ojos para poder percibirla. "Y se queja uno de fatigarse demasiado pronto, cuando debería admirarse de que el mundo nos parezca nuevo por haber sido solamente olvidado".
Se le ve tan despreocupada, danzando entre el pinar y el cielo, se le ve tan viva a esta vida que me rodea, que hace que me pregunte dónde se hallará la muerte, en dónde se reflejará su existencia. Dentro de la muerte encontré vida y la muerte dejó de tener sentido, ahora se escondía, no la encontraba. ¿Estará acaso oculta detrás de los arbustos, dentro de las jugosas bayas de la primavera?
¿O solo será un malentendido? No podría ser acaso que la lúgubre música que suena cuando la luz se apaga, no sea un adiós, sino un hasta luego. ¿Y si eso que se nos ha prometido, la vida eterna, no está secuestrada en la bóveda celeste que nos recluye, sino que se encuentra frente a nuestras propias narices?
¿y si vivimos en el paraíso augurado y por no querer ver más allá del largo de nuestra propia consciencia, nos estemos perdiendo de las más gratificantes verdades?, ¿Y si cada flor es un alma y cada alma una semilla? "El ver equivale a creer y no me obstino a negar lo que pueden tocar mis manos y acariciar mis ojos".
La armoniosa música, el oleaje del Eolo volando entre los árboles, la hoja y la rama, la flor y el césped, todo termina en el colapso ardiente del astro en el cielo. Y yo, aún sediento, me debo marchar, dejando un oasis de respuestas atrás. Me voy preparado para aprender una sola e inmutable verdad: la belleza se disipa detrás del cristal y el aura muere en un reflejo. El alma humana juega entre el pino, el fresno y la encina. Somos la naturaleza consciente observándose a sí misma.
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