El surco de los hábitos
La verdad, dura como suene, es que ellos simplemente fueron las esponjas receptoras de lo que en ese departamento de agradecimiento les mostraste.
El surco de los hábitos
Las antiguas calles de Pompeya, reveladas hoy por el trabajo cuidadoso de generaciones de científicos y arqueólogos que removieron capas de cenizas, muestra de manera intacta lo que fue la vida allí hace casi 2000 años, antes de que ocurriera la erupción del Monte Vesubio.
Entre las huellas que han quedado fijas y atrapadas en el tiempo, están las que, por el constante uso de las calles, fueron esculpiendo suavemente el paso de carretas. Allí, escarbadas en el suelo, como si fueran el producto fino de una maquinaria, se pueden ver los trazos que dejaron marcas de las ruedas para siempre. Curiosamente, parece que el paso hubiera sido el mismo para todo el tráfico, y que ningún cochero se atrevía a desviar las ruedas fuera de las vías erosionadas por el uso acostumbrado al que se las sometía. Igual pasa con el ganado, que siempre usa el mismo paso al bebedero y lo va marcando y despojando con el golpe suave, pero acostumbrado, de sus patas.
El hábito, bueno o malo, se convierte en la tarea imperceptible que desarrollamos y sin darnos cuenta. Otros pueden verlo y revelarlo, para que nosotros lo podamos ver también; pero cuando está enquistado, se nos hace ciego a nuestra propia vista, se convierte en parte nuestra. Por eso resulta tan nocivo inocular en el hogar y en nuestros hijos, de manera inconsciente, ese cúmulo de hábitos nocivos que, como si fueran parte del cabello que nos crece, no terminan nunca de crecer y hacerse parte nuestra.
La falta de agradecimiento es uno de esos hábitos que, adheridos a temprana edad, se hacen crónicos y se convierten en parásitos de la personalidad. Lo más triste es que los padres, al alcanzar esa tercera edad o, más bien, esa tercera parte que le queda de sus vidas, quieren que los hijos les desplieguen muestras de agradecimiento que ellos mismos no supieron cultivar.
Cometieron esa falta de manera inconsciente, es cierto; cada vez que alguien les abría una puerta para darles paso, y no lo agradecían, o cuando recibían algún regalo y, sin pronunciarse tan siquiera, hacían grandes esfuerzos por agradecer a quienes lo obsequiaban, porque no les nacía, o cuando no le daban gracias a sus hijos por hacerles el favor que fuera.
La verdad, dura como suene, es que ellos simplemente fueron las esponjas receptoras de lo que en ese departamento de agradecimiento les mostraste. Si fue pobre tu enseñanza, y pobre tu semilla de agradecimiento, con Dios, o con la vida, o con todo lo demás, la cosecha de agradecimiento en tu vejez tiene que ser, a su vez, pobre. Son reglas claras que la vida nos entrega en su manual, pero que muchos cometemos el error de nunca abrirlo, de no leerlo nunca, de guardarlo en la guantera de los carros, en los bolsillos de la ropa, en las trampas del olvido y la pereza.
Tus hijos serán como tú, en esas cosas, porque es parte de las reglas del manual que tal vez no quisiste tú leer. Si el Destino te concede la fortuna de tener, de parte de ellos, un afecto que no les dispensaste cuando niños, considérate muy bendecido, porque como decía el oráculo de Delfos, sólo hay una especie que camina en cuatro, luego en dos y luego en tres, y ese es el hombre.
Cuando se pose el oxido en las articulaciones, cuando la mano tiemble hasta en el abrazo de la tasa del café, se va a necesitar más del afecto que de cualquier otro remedio. El agradecimiento, y no la falta del mismo, es uno de esos hábitos que queremos que perdure en nuestras vidas, que se marque para siempre, como el surco de esas ruedas que puede el visitante de hoy y de mañana ver en la ciudad que nació y que prosperó y que fue luego destruida en esas faldas maternales del Vesubio.