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El honor en los tiempos del coronavirus

Una señora desiste de hacer un retiro de dinero. Otra, antes de insertar su tarjeta, se percata de que el aparato había dispensado el dinero de la cliente anterior. Opta por buscar a la legítima dueña del dinero; sin embargo, no la encuentra, y otra logra alcanzarla, y el dinero llega al destino indicado.

Juan Carlos Rivera - Publicado:

El hecho ocurrió en un cajero automático del área de restaurantes de Albrook Mall. Foto: EFE.

Dicen que pobre no es el que poco tiene, sino el que mucho necesita. 

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No estoy muy seguro de qué tan sabio sea este trillado refrán, pues, al fin y al cabo, suele imperar la subjetivación de la realidad o relativismo, a la hora de definir dónde termina la necesidad y dónde comienza el capricho … o la gula.

Con lo que sí no puedo discrepar es aquel otro aforismo, según el cual, quien tiene mucho adentro necesita poco afuera.

Aquel hoy aparentemente lejano viernes que marcó el inicio del tradicional carnavalito, en aquel entonces, pocos pensábamos en el bicho que desde hacía un par de semanas se había estado escurriendo inadvertida y maliciosamente entre nuestra población y que hoy ha dejado de ser algo que ocurre en un país lejano para convertirse en el hegemónico protagonista de los titulares de los medios informativos y desinformativos al igual que de nuestras tertulias de naturaleza similar.

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Pues bien, aun cuando no pretendo restarle importancia a lo que está sucediendo, creo prudente compartir un acontecimiento paralelo que aquel día emitió una chispita de luz cuyo destello sirvió para recordarme que el honor sí existe, a pesar de que muchos insisten en hacernos creer que esta es una mera abstracción incompatible con nuestra realidad actual.

En uno de mis erráticos deambulares por el mundo, tuve el placer y privilegio de ser testigo de una de esas inspiradoras historias que suelen adornar los libros de autoayuda y las conferencias magistrales impartidas por gurús del buen obrar.

El escenario de este ya suficientemente anunciado acontecimiento fue un cajero automático.

Es bien sabido que lo único completamente cierto acerca de la tecnología es que siempre falla.

Una señora desiste de hacer un retiro de dinero y naturalmente se retira del lugar como cualquier otro mortal.

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Otra señora, pletórica de fe, decide probar suerte en el mismo dispositivo y, antes de insertar su tarjeta, se percata que el malicioso aparato había dispensado el dinero de la cliente anterior.

Para muchos, el desenlace de esta historia podría ser predecible.

Sin embargo, en esta ocasión, el despreciable paradigma se rompe.

La buena samaritana, en vez de hacer un despliegue de esa "viveza" que muchos celebran y emulan sin contemplación alguna, opta por buscar a la legítima dueña del dinero; sin embargo, no la encuentra en su proximidad y entra en estado de alarma.

Y la cadena del honor se activa: La magnánima mujer comparte lo sucedido con la siguiente persona en la fila, otra fémina de equiparable dimensión.

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Esta última no vacila en auxiliarla y corre desesperadamente tras la inocente víctima de este 'cajericidio', logra alcanzarla, y el dinero llega al destino indicado.

No faltó la cara de asombro de la ungida, ni tampoco sobraron las palabras de agradecimiento hacia sus benefactoras.

A todo esto, no pude privarme de saborear indeleblemente el sublime momento en primera fila y sentirme honrado de pertenecer, al menos fenotípicamente, a la misma especie que estos dos estandartes de honradez y bondad.

Siendo yo posiblemente el único espectador consciente de lo que acaba de suceder, no me quedó más que felicitar a estas dos verdaderas damas con verdadera clase, no obstante, sus reacciones fueron de esa singular humildad que caracteriza a los espíritus nobles.

A cada una les entregué una tarjeta de presentación con la esperanza de obtener sus nombres para enaltecer este escrito, pero me quedé esperando.

Supongo que su acto fue meramente una cuestión de buena fe.

Bueno, así es la grandeza.

El resto de mi aventura estuvo llena de interrogantes.

Por supuesto, la primera fue ¿cómo era posible que la filantropía fuese algo tan natural y espontáneo para estas dos personas de extracto popular, mientras que, en las altas esferas del poder donde la necesidad y la gula parecen ser sinónimos, esta encomiable cualidad es tan exótica y frecuentemente incapaz de sobrevivir sin el reconocimiento público.

¿Cómo serían las cosas si muchos de nuestros tomadores de decisiones fuesen más como estas dos inmaculadas y menos como sí mismos?

Y ¿qué tan penosa habría sido la calamidad de la ungida si su dinero hubiese ido a parar a las manos equivocadas, como repetidamente ocurre con los recursos de nuestro Estado?

No es casualidad que historias como esta se repitan en países como Japón, Nueva Zelanda, Dinamarca y unos cuantos más, dada la madurez cultural de sus habitantes.

Sin embargo, lo que ocurrió aquel 28 de febrero de 2020 en el segundo piso de la plaza de restaurantes de Albrook Mall sienta un precedente ejemplar que más que sorprendernos y conmovernos, debería evocar en nosotros los panameños una simple e ineludible pregunta: ¿Qué hemos estado haciendo?

 

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