Panamá
Cuando florecen los guayacanes
Gea se viste con pétalos gualda para celebrar. La brisa risueña camina calmada por las calles. El Sol Invicto se alza poderoso sobre el horizonte.
- Alonso Correa
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- - Actualizado: 15/2/2024 - 12:00 am
Gea se viste con pétalos gualda para celebrar. La brisa risueña camina calmada por las calles. El Sol Invicto se alza poderoso sobre el horizonte. La fiesta los llama, los añora; necesita de ellos.
En el fondo, debajo del cetrino, del glauco y del blanco, encima de donde se encuentra el argento y el cobrizo; nos hallamos nosotros. Repitiendo vetustas fiestas, comenzando nuevos ciclos, terminando viejas vidas.
Riendo, llorando y gimiendo por un tiempo que ya pasó y por una experiencia que pronto morirá. La fiesta vive una nueva vez, renace de las cenizas pisadas de lo que fue el ayer. Entonces, de nuevo, la brisa comienza su atropellante canto, la Tierra vuelve a su floreciente campo, Helios lanza otra vez sus flechas ardientes y nosotros, así como todos los períodos, migramos hacia otras latitudes.
El campo se torna pardo y el cielo pierde parte de su sombra. La fiesta de la carne mueve sus gruesas cadenas para reunir, otra vez, a las masas en su nombre. Lo carnal, lo banal, lo trivial se visten de oro y lentejuelas, lejos quedan la mesura y la razón, el aquí y el ahora no tienen cabida. El éxtasis se respira en el agua que se cuela por la alcantarilla, en las pisadas contentas de los que persiguen a la música, en el perfume de la pólvora reventada.
La alegría desbocada relincha día y noche en procesiones y competencias, se rompen en mil pedazos la apatía y la monotonía. El pueblo se metamorfosea en centro de un universo hedonista y la ciudad, vacía y olvidada, cesa, aunque solo por un momento, su agitante pulsión. La máquina de dinero pausa su labor, se calman los mares de billetes y todo regresa, por una milésima de segundo, a una sencillez primitiva, a tiempos mucho más sencillos.
Las masas de piel y hueso se bambolean detrás del rítmico retumbar, saltan sobre las piezas del recuerdo del ayer, porque en este momento solo se vive el ahora, no existe el mañana, no existe el ayer. Las personas, hipnotizadas por el electrizante ambiente, persiguen moscas y sueños cubiertas de almíbar y alcohol.
Aquí y ahora nada es imposible, aquí y ahora se consiguen odiseas inconcebibles, aquí y ahora la realidad se altera para convertirse en un adormilado sueño. La fiesta rueda, gira sobre sí misma hasta consumirse por completo, de la ceniza resultante renace para volver a comenzar con el ciclo. Eterna, vuelve al comienzo, banal, se refleja en las pupilas de la camada. El espejo donde se reflejan las luces, las sonrisas y los amores están pegados con goma para que se despeguen en el alba del tercer día.
El tiempo es corto y los segundos, así como las notas de música en el cielo, se desvanecen justo después de nacer. No hay el suficiente, nunca es suficiente, pero la felicidad es tóxica si se mantiene. La fiesta tiene que terminar, debe morir para poder volver. La lluvia norteña tiene que regresar, lavar de la carne el jolgorio, la mugre, la vergüenza y el cariño. El rocío descubre al olvido para que, una vez regrese la ansiada celebración, los recuerdos que se creen sean más intensos. Ahí se encuentra la magia, ahí está la trampa, ahí radica la adictiva disposición del espíritu humano a volver al lecho de la fiesta, del jolgorio, del convite, del festejo.
Ahora terminó su vida, culminó el bello deber de repartir alegría por aire, mar y tierra. Solo queda reagruparse, recolectar fuerzas y pensar en volver. La vida, así como las flores amarillas del guayacán, se marchita y se seca bajo el ojo de Helios.
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