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El hombre que alimenta hormigas

Se mostraba ajeno a la suciedad a su alrededor. No le preocupaban las bolsas de plástico que ondeaban en el lugar ni la textura gris y aceitosa del agua de mar, solo se dedicaba a darle polvo a las hormigas.

Mohammed Hanif - Publicado:
Lluvias intensas y drenaje obstruido de basura causaron inundaciones en calles de Karachi en agosto. La Ciudad ha sido calificada como una de las menos habitables. Foto/ Rizwan Tabassum/Agence France-Presse — Getty Images.

Lluvias intensas y drenaje obstruido de basura causaron inundaciones en calles de Karachi en agosto. La Ciudad ha sido calificada como una de las menos habitables. Foto/ Rizwan Tabassum/Agence France-Presse — Getty Images.

Karachi, Pakistán — Al caminar por la playa hace poco, me topé con un hombre que alimentaba hormigas. Cuando lo divisé, agachándose sobre un arbusto mientras arrojaba algo en polvo, asumí que esparcía veneno para matar ratas. Entonces pensé: he visto a gente hacer cosas extrañas en las playas de Karachi, pero nadie se molesta en matar nada. Hay suficiente veneno en el mar.

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“¿Qué comen las hormigas?”, le pregunté cuando me dijo lo que hacía. “Sémola”, respondió. ¿Cómo lo sabía? Yo siempre había creído en la máxima islámica de que Dios promete sustento para todos, incluso los insectos. Pensé que el hombre estaba loco por desperdiciar su compasión en la especie equivocada.

“Tengo tres años de estarlo haciendo”, dijo. “Parece que les gusta”.

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Se mostraba ajeno a la suciedad a su alrededor. No le preocupaban las bolsas de plástico que ondeaban en el lugar ni la textura gris y aceitosa del agua de mar. No le interesaban Playa’s Bar ni Bruno’s, restaurantes elegantes que fueron construidos y abandonados incluso antes de ser abiertos. Ver a este hombre y su muestra de amabilidad innecesaria en medio de esta inmundicia debería haberme hecho feliz: él resumía la generosidad de mi ciudad adoptiva. Pero la caridad extrema del hombre también representaba lo que está mal con una de las ciudades más pobladas del mundo.

En septiembre, Karachi quedó en los primeros lugares de otra lista, de la Unidad de Inteligencia de The Economist —como la quinta ciudad menos habitable del planeta. Los pobres de Karachi podrían no estar de acuerdo; probablemente jamás han tenido oportunidad de ver otra ciudad. Pero los ricos de Karachi se quejan mucho del deterioro. Por otra parte, cualquiera que haya observado el estilo de vida que llevan, que llevamos, le dirá que ellos son el deterioro.

Karachi se ha convertido en una pila de basura. Varios centímetros de lluvia bastan para que la ciudad se inunde. Alcantarillas abiertas rebosan de desechos plásticos. Los desagües naturales que se supone deben llevar el agua de lluvia al mar han sido rellenados a medida que la gente construía casas sobre ellos. Enseguida de viviendas elegantes, hay montones de basura. Hay mucha indignación y mucha furia acerca de esta basura, pero nadie parece interesado en hablar sobre quién la produce.

La veo todos los días en mi calle. La gente que más se queja de la basura es la que más la genera, y luego pide a sus empleados domésticos que la saquen y la tiren en la esquina. Esta es la misma gente que nos da sermones sobre sentido cívico, sobre asumir responsabilidad de la ciudad. Pero ellos —nosotros— son los privilegiados porque nuestra basura de hecho es recolectada. Hay vecindarios en Karachi que nunca han sido visitados por las autoridades municipales, jamás.

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La desigualdad en las megaciudades es bastante común y marcada, pero las élites de Karachi la han llevado a un nuevo nivel. Todo lo que parece importarles es calles sin señalamientos para sus autos, estacionamiento para sus autos y fraccionamientos privados para sus autos y sus familias. Y mantener lejos a la chusma.

En Karachi, uno ve niños alrededor de semáforos y centros comerciales que exhiben autos Rolls-Royce antiguos —niños tan pequeños que olvidan que fueron llevados ahí para mendigar y en lugar de eso se ponen a jugar entre ellos. No obstante, lo que nos repugna no es el hecho de que en esta ciudad niños de apenas 3 años se vean obligados a vivir en esa miseria; es la vista de un niño defecando a un lado de la calle.

Mi calle está llena de políticos y burócratas que pasan sus vidas atravesando la puerta giratoria del poder. Apenas hay un apagón en el vecindario, se encienden mil generadores —el estruendo me recuerda a esa secuencia en “Apocalypse Now” cuando aparecen en la pantalla formaciones de helicópteros para bombardear un poblado tranquilo. En mi vecindario podría llover fuego afuera, pero los aires acondicionados mantendrán nuestras salas a una temperatura estable de 18 grados centígrados.

Pese a nuestro amor por los aires acondicionados y nuestras compulsiones de tener dos sirvientas por niño, sabemos acerca del cambio climático: intentamos prohibir las bolsas de plástico. Pero no nos hemos molestado en pensar en una alternativa para los millones de personas que trabajan a las que les reparten su té o su comida en una.

Está claro que la gente que produce más basura hace poco para resolver el problema —fuera de pagar más a sus sirvientes para que tiren la basura suficientemente lejos para no olerla. Para esa gente, el centro comercial construido sobre tramos recuperados del Mar Arábigo no es el problema; el niño de 3 años que defeca en público al otro lado de la calle sí. Esta es gente que no puede distinguir la diferencia entre basura y gente trabajadora.

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A través de los vecindarios adinerados de Karachi, niños pequeños caminan con bolsas de su tamaño colgadas sobre los hombros. Hurgan entre la basura que hemos tirado sacando plástico, botellas de vidrio vacías de whisky escocés de contrabando, latas aplastadas de Heineken, cajas de cartón de pizza, cualquier cosa que pueda ser reciclada o vendida. Para la noche, con sus bolsas llenas, ganan alrededor de 200 rupias (menos de 1.30 dólares), apenas lo suficiente para dos comidas o, para algunos de ellos, una dosis diaria de drogas. Nunca he visto drogadictos más trabajadores en mi vida.

“¿A qué se dedica?”, le pregunté al hombre que alimenta hormigas. Me dijo que posee algunas docenas de botellas de Sprite y Coca-Cola de un litro, las llena con el agua de mar contaminada y espera. Gente que se lanza al mar luego quiere quitarse la pestilencia, y para enjuagarse, pagará 20 rupias (alrededor de 13 centavos) por una botella llena de esa misma agua de mar.

Es un modelo de negocios muy sostenible. El hombre que alimenta hormigas sabe que Dios ha prometido sustento para todos, pero no se arriesga.

Mohammed Hanif es autor de las novelas “La Explosión de los Mangos”, “Our Lady of Alice Bhatti” y “Red Birds”.

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