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Ccs-Pty: Las ciudades y los libros

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A Sara, que pende en los hilos de la memoriaAvenida Balboa.

Desde el año 2008 voy a ciudad de Panamá unas cuatro veces al año y así he visto crecer la Cinta Costera, esa boa de concreto que tan bien sintoniza con los rascacielos, con la brusquedad del paso del tiempo entre oficinas y bancos, con el ideal panameño del bienestar que traerá la ampliación del Canal.

Caminando por la Avenida Balboa, los pilotes frente a Multicentro parecían un anhelo, un viaje dentro del viaje que, a decir de Magris es “un continuo preámbulo, un preludio de algo que siempre está por venir y siempre a la vuelta de la esquina”.

En mi último viaje del año, septiembre pasado, en el trayecto del aeropuerto al hotel que cada vez se reduce más —la costumbre, el capricho de los problemas de tráfico— mi lectura del momento, un libro de Carlos Wynter Melo, escritor panameño, tropezaba con desniveles en el camino del taxi: estábamos sobre la Cinta Costera con lo indomable de su pista de estreno.

Levanté los ojos y miré la ciudad desde el desnivel y la sentí como quien ve una vieja amiga que recordaba menuda a quien el bisturí la ha modificado con rellenos, recortes, estiramientos y otras modificaciones.

Había algo, en parte, de impostura —esa simulación que persigue Sarduy en algunos de sus ensayos sobre el travestismo y el tatuaje—, pero también de exceso, de grandilocuencia.

Bajé la vista y seguí con Wynter y Cuentos con salsa.

Casco viejo.

"¿Es la falta de imaginación la que nos lleva/a lugares imaginados, en lugar de quedarnos en casa?", se pregunta Elizabeth Bishop en su poema Cuestiones de viaje.

¿La Ciudad de Panamá imprecisa y lúdica de Le Carré? ¿La ciudad de Rubén Blades? ¿La ciudad que es un anexo al canal interoceánico? ¿La ciudad de El Cangrejo, Obarrio, Marbella o de Calidonia, El Dorado o Casco Viejo? ¿La ciudad que piso o los vestigios que hay en los cuentos de Carlos Wynter?Era un sábado de paseo.

Mis padres iban por primera vez a la ciudad y convinimos en ir al Casco Viejo.

Veníamos de Las Bóvedas, donde en piedra, como los mandamientos, se cuenta la historia del idealismo español, la visión compleja francesa y el pragmatismo norteamericano que, tras oro, dólares y sangre, permitieron la construcción del canal.

En una de las calles, ya de regreso al taxi, aparece caminando Carlos Wynter.

Nadie lo confunde.

Son más de 1,80 metros de estatura y, sobre todo, ese carácter desbordante de sus facciones: sobre todo las manos y los lentes que parecieran necesitar, todavía, más cuerpo de parte de quien los lleve.

Un par de libros bajo su brazo y la prisa de llegar a una de sus pasiones: discutir y enseñar los secretos de la literatura a un grupo de alumnos en un café de la zona.

Pero igual, al verme, Carlos se detiene, amable, como quien fuera a tomar una siesta.

Conversamos de lo de siempre: las clases en Caracas van bien, en Panamá también, Cuentos con salsaestá disponible hasta en las Farmacias Arrocha, tenemos que tomarnos un café.

Mientras hablamos con él entiendo lo siguiente: Ciudad de Panamá es, sí, todas las ciudades pero, sobre todo, es por fuera la niña de 16 años que para sobresalir se pinta más, se viste menos y provoca, y a la vez esa niña que quisiera estar jugando con muñecas, cuyo mundo son los juegos, la que podría, con el narrador de una minificción de Wynter, decir: “Lo nuestro fue hermoso, Sue, bello como un globo de chicle que crece sin parar”.

Carlos se despide, extendiendo su mano inmensa, yo le propongo una foto y mi hijo, que no alcanza su primer año, en lugar de mirar a la cámara se concentra en los exagerados lentes.

Tal vez con los años muestre a sus amigos la foto y se sienta escritor.

El Cangrejo.

La voz de la recepcionista matutina del Aparthotel Las Vegas, en El Cangrejo, esa mulata basta que ya me conoce.

De mis viajes en solitario siempre he sospechado que ella imagina razones, se plantea escenarios que le son arcanos pero ella un día descifrará.

Y siempre la había defraudado hasta una mañana de febrero de 2009 cuando su voz, que sentí satisfecha, me dijo: —Aquí lo busca un señor Carlos Wynter.

Era el día de regreso: desayunar huevos revueltos, queso manchego y Cava catalán.

De hacer maletas, escoger la lectura y esperar al taxi.

Pero no podía dejar esperando a Carlos.

Nos sentamos en el Pomodoro, el café del hotel, y comprimimos al máximo la conversación.

Le entregué 3 de mis libros: uno para el maestro Enrique Jaramillo Levi, el resto para José Luis Rodríguez Pittí y el propio Carlos.

Conversamos de Caracas, de Rodrigo Blanco que compartió con él en el evento Bogotá 39.

Y le pregunto: Carlos, ¿a quién debo leer? Casi sin respirar como ni hubiera esperado la pregunta desde que vía Facebook habíamos coordinado este encuentro, me dice: a Ariel Barría.

En ese viaje que ya acababa no hubo tiempo para buscarlo.

Meses después, cuando el encuentro en Casco Viejo, ya tenía Al pie de la letra y otro cuentosde Barría y nuevamente fue la Panamá niña, la que conservaba el sabor de “los días de la inauguración de la memoria”.

Son historias de guerreros peleando en campos de honor antiguo, de seres que buscan mitigar la soledad con dosis moderadas de atención, parejas que pueden pasar hasta los días del fin de la memoria mirándose, haciendo elipsis de sus conflictos para que estos no detonen.

Lo que en Wynter son prestidigitadores que quieren transgredir la ilusión y pasar al milagro real, seres que parecen no comprender que la ficción es un fin en sí mismo y no hay Ítaca posible sino travesía, en Barría son hombres y mujeres que me hacen recordar lo que alguna vez en una entrevista comentó Oscar Marcano: el hombre contemporáneo, condenado a una medianía, a la mediocridad de quien ni se hunde ni puede salir totalmente a flote.

ADN literario de Wynter, tan cercano al de Barría.

Vía España con Vía Brasil.

Exedra es la librería más literaria que conozco en ciudad de Panamá.

Si avanzara por Vía España llegaría a los comercios, los restaurantes y los hoteles.

Si bajara por Vía Brasil, las tiendas de electrónica, los malls.

Es una casona de puerta pesada, hay que plantar cara, ambas manos, halarla y subir las escaleras.

Siempre volteo hacia el rincón izquierdo detrás de la caja: como si se tratara de los dioses lares, con orgullo un cartel nos dice que se trata de autores panameños.

No literatura panameña, que ahí se encuentra también el último devaneo escritural de alguna señora caprichosa que se considera ‘elegida’, sino todo que lleve las marcas de ese país, de esa ciudad.

Están Barría, Jaramillo Levi, Rodríguez Pittí.

Wynter no porque, de cuando en cuando, sus libros se agotan.

Y aunque a mi derecha están los libros de Anagrama y algunas curiosidades que no llegan o se agotan en Venezuela, yo sigo con cuidado este pequeño altar a la escritura nativa.

Pienso que debería llamar a Wynter para que me diga quién sigue después de Barría.

Pero creo que estoy más que excedido en el presupuesto de viaje.

“No puede estar sano quien sueña tres noches seguidas con la misma persona”, dice Ariel Barría en uno de sus cuentos.

Yo no debo estarlo porque, acá en Caracas, muchos sueños consecutivos son para esa niña/mujer que es ciudad de Panamá.

Y cuando lo cierto atropella me pregunto si mi vida está en Panamá con paréntesis larguísimos en Caracas.

Por eso, extendiendo la reflexión, recuerdo las palabras de John Banville: “A cada instante, dejamos atrás algo de nuestro ser esencial, de forma invisible, impalpable, como una etérea envoltura de polvo.

¿A dónde va esa esencia que perdemos? ¿Dónde queda preservado lo que alguna vez fuimos?”.

Es por eso que escribimos, para estar sanos, para recuperarnos.

Aquí y allá.

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